Podría haber sido cualquier fin de semana, o cualquier día, cualquier mes o cualquier año. La verdad: cualquier tiempo es apropiado para ir a Zamora. Nosotros elegimos el mes de noviembre, con temperatura de cambio climático, que Trump y los norteamericanos que le han votado niegan, aunque por estas latitudes se muestra más evidente. El desierto, frío por la noche y calor por el día, nos acecha. Diez toledanos, adheridos o nativos, da igual, que por Castilla no somos quisquillosos con lo de las fronteras y las identidades, diez toledanos, digo, decidimos viajar a Zamora para intentar conseguir las reliquias de San Ildefonso. Un toledano que se precie debe aspirar, como objetivo aventurero, a que en un tiempo, cercano o remoto, vuelvan a Toledo las reliquias de tan mitificado santo y no el cráneo de San Atilano, como se cuenta en Zamora. El cabildo de canónigos de Toledo lo agradecería y la pugna de siglos entre obispos y arzobispos de un lado y de otro terminaría. Lo cual, admitámoslo, podría resultar un aburrimiento.

Aunque confesada tan aviesa intención, pronto, muy pronto, las cigüeñas que colonizan Zamora y el "skayline" de la ciudad - no se equivoquen los zamoranos, también esto tiene la ciudad - nos hizo olvidar nuestro propósito y cambiarlo por una vista dirigida, nada más y nada menos, que por don José Ángel Rivera de las Heras, deán presidente del cabildo catedralicio, que bien pudiera ser obispo o cardenal. Méritos, los junta todos, incluida la pasión por el patrimonio religioso de Castilla-León y en especial el de la diócesis de Zamora. Cosa distinta es si le queremos más próximo al infierno que al cielo. Por supuesto, sabíamos de sus conocimientos, de su sencillez, de su humanidad, aunque ignorábamos que el grupo acompañado por él, pudiera provocar exclamaciones de admiración de ciudadanos. ¡Qué suerte tienen algunos!, exclamó una señora. ¡Así se puede!, comentó otra a la que pedimos nos hiciera una fotografía con las cigüeñas llenando el cimborrio de la Catedral y el sol de noviembre poniéndose al otro lado del Duero.

Durante todo el día permanecimos subyugados por el hechizo de las iglesias, su románico excepcional y su cuidado entorno. No había descanso, tras una se sucedía otra y otra, a cual más sugerente. Aunque la magia del día se convertiría en éxtasis en el espectáculo de luz, sonido y sentimientos que ofrece la catedral por la noche. ¿Cómo expresar las vibraciones del espíritu y de la inteligencia ante ese equilibrio de música, palabras y luces para que no parezca exagerado? Sencillamente, fantástico. Es toda una experiencia adentrase en su claustro con el olor, aún vivo, del incienso de la última liturgia de la tarde y sentarse a contemplar el retablo del altar mayor. O caminar de capilla en capilla, con la atención focalizada por la luz y la música en los detalles y las obras que cada una contiene. Y hasta puedes escuchar una leyenda sobre los vaivenes de la vida o quedarte en silencio ante un retablo, una escultura o una pintura que expresan el fervor de una ciudad en el transcurrir de los siglos. ¡Qué siglos XVII y XVIII tuvo Zamora! Y para terminar, después de pretender abarcar el coro inabarcable, quedarse impresionado, con el cuello trastocado, ante el giro de la cúpula que, como un planeta dorado, se sitúa entre el altar mayor y el coro.

Tras un día así, con una noche inimaginable, ¿quién se acordaba de las reliquias de San Ildefonso? Desde luego, nosotros no. Aunque, de regreso a Toledo, nos animamos, comentando en silencio que el propósito fallido, en realidad, ni siquiera intentado, era una buena excusa para volver a Zamora una y cuantas veces fueran necesarias.