Aesa hora justa en que un resplandor ilumina el cielo por Oriente, y son visibles sólo los astros más brillantes, estaba ayer hacia el Sureste una corteza de la Luna, apurando con elegancia los últimos compases del menguante antes de retirarse a su lado oscuro, y debajo de ella, casi en su vertical, Venus y Júpiter. No había más supervivientes. Nubes tampoco, pero entre Venus y Júpiter cruzaba de Este a Oeste una estela gris, recta, y, por encima, otra igual de gris pero de complexión más desvaída formando un arco algo inestable que iba de un lado a otro del cielo, hasta hundirse al Oeste en esa indefinida grisura, como de humo de tren de los de antes, que deja por ese lado la noche antes de irse. Era bello, duró lo que duró, y, como una combinación armónica es siempre un signo, sin duda quería decir algo, pero si supiera qué tampoco lo debería contar, por respeto al misterio.