Pues resulta que Carles Puigdemont huyendo de la Justicia y en un desesperado intento por evitar su entrega a las autoridades judiciales españolas ha fijado la residencia en Bruselas. En el corazón de Europa.

Se trata de un exilio voluntario que el expresident de la Generalitat aprovecha para internacionalizar una causa a la que pocos dan crédito. Al fin y al cabo, su discurso ha quedado reducido a la salmodia de un iluminado que mendiga la atención de los medios a las puertas de la Unión Europea. Solo en su delirio. Abandonado, incluso, por los suyos y con la terquedad propia de un profeta.

Ni sus encendidas proclamas ni su victimismo han provocado esa oleada de solidaridad que, sin duda, esperaba este nuevo mesías de traje oscuro y pelo alborotado que durante un tiempo lideró el "procés". Los hombres más poderosos del planeta han rechazado de manera rotunda su propuesta. Salvo excepciones anecdóticas, todos los mandatarios políticos apuestan por la unidad de España y así se lo han hecho saber, sin embargo, la elección para su nueva residencia de un país simpatizante con el independentismo catalán, con dos de sus comunidades históricamente enfrentadas y con un particular funcionamiento de la administración de Justicia, ha sido un acierto por parte de Puigdemont.

Bélgica se asienta sobre una falla lingüística con raíces perfectamente diferenciadas. Una latina y otra germánica. De un lado los gallos valones, de otro los leones flamencos. El norte y el sur frente a frente y en medio, como un islote que impidiera el choque de esas dos placas tectónicas, Bruselas.

Los conflictos que tal diversidad provoca en este país llegan al punto de que las instituciones se estructuran no tanto en torno del ciudadano como de las comunidades lingüísticas. Una situación compleja que exige al Estado un permanente ejercicio de equilibrio por evitar la colisión social y asegurar la convivencia.

Todo empezó allá por el siglo I a. C. cuando las legiones romanas en su conquista de las Galias fueron acuarteladas a poco de cruzar el Rubicón. Sucedió que Julio César, hostigado por las belicosas tribus celtas, optó por acuartelar sus tropas. De esta forma, la frontera norte del Imperio se libró del dictador. Quedó fuera de la órbita latina y sus pobladores, los aguerridos "bárbaros", pudieron seguir adorando a los mismos dioses. Conservar, incluso, la propia lengua.

De haber continuado César su progresión hacia el Rhin, Bélgica sería hoy enteramente francófona y no existiría esa falla lingüística que amenaza hacer saltar por los aires la corteza social del país. Pero no sucedió y por ello el expresidente ha decidido hacer de esa tierra su nueva residencia.

Resulta difícil entender que la capital política de Europa, sede de la Unión desde 1.992, se asiente sobre una zona sísmica cuya permanente actividad, según dicen los que saben, afecta negativamente al funcionamiento de las administraciones públicas, desde la de Sanidad a la de Justicia pasando, incluso, por aquellas a las que compete la seguridad del país. No sé. Quizás todo sea más simple de lo que parece y no haya motivo alguno para la alarma. Podría ser pero, desde los Tres Árboles al menos, la situación resulta sorprendente. En cualquier caso, es un tema al margen de este artículo.

Lo realmente importante hoy es es recordar a Carles Puigdemont que en un Estado de Derecho nadie está por encima de la Ley. Y, también, decir a los que confunden la libertad de los pueblos con los nacionalismos que la solidaridad no llegará nunca de la mano de quienes proponen la xenofobia y la exclusión. Jamás. Por muy progresistas que se digan. Por más que prometan o por mucho que argumenten.