Me consta que son muchas las personas que, como es mi caso, se sienten saturadas por la avalancha de informaciones, valoraciones y opiniones. Nos vemos asaltados en cada momento, a través de unos u otros canales, por el relato de acontecimientos contados al minuto y opinados al segundo. No hay pausa, se trate de los desgraciados incendios en Galicia o de las últimas decisiones políticas o judiciales sobre Cataluña y su circunstancia.

¡Cómo echo de menos un poco de silencio! Por eso me van a permitir que alabe con empeño, eso es encomiar, el silencio. No tanto porque no quiera oír sonido alguno, esa faceta me jacto de disfrutarla a menudo porque vivo en una huerta, en el campo, sino porque cuando me asomo a pantallas u otros receptores, encuentro saturación, multitud de comentarios, mucho "ruido", que me revelan ese déficit del que les hablo: silencio. Me dirán ustedes que desconecte y así me libraré del ruido, que vuelva a la lectura o al paseo con mi fidelísima perra Dori; ya lo hago, pero no puedo ni quiero ignorar la realidad que vivo. No debo parecer a mis alumnos del instituto un sociópata que estrena el mundo cada día. Este se muestra con muchas caras, suele ser complejo, unas veces amable y otras duro. Claro está que ese contexto en que vivimos se nos manifiesta a través del lenguaje y que la palabra es la vía de comunicación con los otros y con uno mismo. Tomamos conciencia de lo que nos pasa gracias a la urdimbre de los conceptos, así tejemos lo que somos: palabras y silencios.

Mi recelo se refiere a como el relato de lo acontecido se ve repetido, reformulado, compartido, retuiteado y regustado hasta la saciedad. La versión original se perderá triturada por la mecánica de la reiteración. Asistimos perplejos al devenir de los hechos, pues parece que todo el mundo tiene su valoración de los mismos, aunque los haya conocido por un cauce poco fiable. Además, se expresarán sin respeto y descalificando a quienes osen contradecirles. Así, las palabras se vacían; apenas significan algo, como cáscaras que ya no contienen el nutritivo fruto de la verdad.

Nunca antes tuvimos acceso a tanta información, por eso mismo, tampoco habíamos vivido época tan confusa y desorientada. Nos falta pausa y... silencio. Sin él, no es posible un pensamiento propio fruto de la reflexión; gracias a él engendramos ideas que precisan maduración y tranquila espera; con él podremos ponernos a salvo de estúpidas ocurrencias, banales pensamientos, quejas infundadas y babosos exhibicionismos sentimentaloides. Puede ayudarnos en la necesaria asepsia mental y nos evita caer en el círculo vicioso de vernos en la obligación de contestar la idiotez o de soportar estriptis emocionales, pegajosos y patéticos, que causan rubor a las piedras. Resulta insoportable verse asaltado por semejantes revelaciones.

Recientes investigaciones sobre regeneración neuronal, adelantan que el silencio puede contribuir a una depuración de lo grabado en nuestro cerebro a lo largo del día. Produciría algo así como el desecho de la información basura. Se trata de un proceso inconsciente con repercusiones en nuestra vida consciente. Después del silencio solemos mostrarnos más seguros y creativos, además de relajados, si es que estamos pasando por una situación de estrés. Resulta indudable que podemos mejorar nuestro estado emocional y nuestra calidad de vida.

Ya estamos muy hartos del ruido generado por algunos políticos. Por ejemplo, el provocado por Trump con su cuenta twitera convertida en altavoz de la estupidez amenazante desde la cima del mundo. O el generado por el ridículo Puigdemont desde Bélgica, en una huida vergonzante hacia la nada. Por no mencionar a otra voz de la política más próxima, la secretaria de organización autonómica del PSOE, la zamorana Ana Sánchez, que una vez más, con su basto desparpajo, insultó a más de la mitad de los delegados del último congreso provincial, les llamó gentuza por no votar lo que ella. No debe conocer la virtud de la contención, una pena.

También sobre el silencio escribió Ortega y Gasset en su ensayo "El espectador". Cuenta que preguntaron sus discípulos al sabio maestro indio Sancara, cuál era la mayor sabiduría, el filósofo calló una y otra vez pero insistieron, entonces les respondió: "¡Os lo estoy diciendo, hijos, os lo estoy diciendo! El gran brahma, la mayor sabiduría, es el silencio". Aprendamos.