La aplicación del artículo 155 de la Constitución ha frenado en seco la secesión proclamada por la Generalitat, pero el éxito del resultado no impide plantear dudas sobre el procedimiento seguido y sobre la futura solución de un problema político tan grave como el planteado. Ponerle objeciones al uso que se ha hecho del art. 155 sitúa a uno en una posición incómoda frente a los que piensan que lo importante era pararle los pies a estos aventureros con mando en plaza. Para muchos lo de menos es si la intervención está ajustada a derecho o no, lo que les coloca en el mismo plano que a Puigdemont y los suyos: el fin justifica los medios. Sin embargo, el Gobierno y el Senado han querido restaurar el orden constitucional apelando a la Constitución, no a un clamor popular, y eso requiere meditar sobre el camino seguido y el marco constitucional de la toma de decisiones. Estas son algunas notas para la reflexión:

Nadie discute que el instrumento del art. 155 es un medio extraordinario para restablecer la normalidad constitucional, ya que interfiere en la autonomía política que la Constitución y los estatutos de autonomía garantizan. Por tanto es un instrumento subsidiario y que ha de ser aplicado con un estricto sentido de la mesura y la proporcionalidad.

Existen dudas, en cambio, sobre si el art. 155 permite la disolución por el Gobierno de los órganos institucionales de una comunidad autónoma. Frente a un modelo claro de intervención federal como el austríaco, que contempla esa disolución, el modelo de coerción federal del 155, a semejanza del alemán, no menciona esa posibilidad. Se refiere de manera genérica a la adopción de "medidas necesarias" para obligar a la comunidad autónoma al cumplimiento forzoso de sus obligaciones gravemente desatendidas. Podría entenderse que al no estar prohibida expresamente la mencionada disolución, cabría incluirla en esas "medidas necesarias". Sin embargo, aun aceptando una interpretación tan generosa, ha de tenerse en cuenta que el segundo apartado del art. 155 dispone que para la ejecución de tales medidas "el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las comunidades autónomas". Por tanto, parece que el Gobierno no puede sin más cesar de un plumazo a estas autoridades y lo que demanda la Constitución es que en primera instancia se cursen esas instrucciones. Por el contrario, el Gobierno optó con celeridad por las medidas más drásticas. Sin dar instrucciones a las autoridades autonómicas, las cesó de manera fulminante y asumió sus competencias. La aprobación por el Senado de un paquete de medidas de intervención en la autonomía catalana no habilita al Gobierno para aplicarlas de inmediato con tal radicalidad. No lo autoriza la Constitución, dado el sentido de ese apartado 2 del art. 155 y el principio de proporcionalidad, pero tampoco la decisión del propio Senado, ya que gracias a una enmienda socialista se aprobó que las medidas debían aplicarse gradualmente.

Las consecuencias del cese y disolución de los órganos institucionales de una comunidad autónoma por la vía del art. 155 son muy graves para la garantía general del principio autonómico. Los medios que prevé la Constitución para que las comunidades autónomas defiendan su autonomía frente al Estado quedan inutilizados. Contra la decisión del Senado, que tiene fuerza de ley, no cabe presentar recurso de inconstitucionalidad por la comunidad autónoma, ya que su parlamento y Gobierno los ha disuelto el Gobierno español. Tan sólo estarían en disposición de hacerlo cincuenta senadores o cincuenta diputados. Por la misma razón, tampoco podría plantearse desde la comunidad autónoma un conflicto de competencias ante el Tribunal Constitucional contra las medidas concretas que lleve a cabo el Gobierno en aplicación del art. 155; es este Gobierno el que ahora ocupa el Gobierno autonómico.

Además, la debilidad de la garantía constitucional del principio autonómico se incrementa por la defectuosa configuración del Senado. El art. 155 encomienda a esta cámara la aprobación de medidas excepcionales de intervención en la autonomía y el control de su ejecución. En teoría se trata de una cautela para proteger la autonomía y asegurarla frente a injerencias gubernamentales, pero esto sólo tiene sentido si el Senado es una cámara de representación de las comunidades autónomas. Por el contrario, se convierte en una amenaza si, por su composición, el Senado es una cámara de representación política, no territorial, en la que los senadores se agrupan por su afiliación partidista, incluidos los pocos designados por las comunidades autónomas, y con arreglo a un sistema electoral nada proporcional. El resultado es que el Gobierno cuenta en el Senado con una mayoría absoluta a su servicio para avalar las medidas de intervención que considere necesarias. La alegría y los fervorosos aplausos con los que esa mayoría obsequió al Presidente del Gobierno cuando pedía aplicar el art. 155 hablan por sí solos del papel del Senado en nuestro sistema constitucional.

En otro orden de cosas, llama la atención la pasividad del Tribunal Constitucional ante altos cargos de la Generalitat durante el proceso de secesión. El PP consiguió, no sin polémica, reformar en 2015 la Ley para que el TC velase por sí mismo del cumplimiento efectivo de sus resoluciones, "pudiendo acordar la suspensión en sus funciones de las autoridades y empleados públicos de la Administración responsables del incumplimiento, durante el tiempo preciso para asegurar la observancia de sus pronunciamientos". Tras la impugnación de la convocatoria del referéndum, ni Puigdemont ni sus consejeros, ni la presidenta del Parlament fueron suspendidos de sus funciones. Es más se jactaron en aquellos días de que si llegaban a ser suspendidos por el TC, no harían caso ni a sus requerimientos ni a sus resoluciones. Quizá la intervención judicial en ese momento hubiera sido menos polémica y drástica, que la actual intervención gubernativa.

La convocatoria de elecciones para el 21D es un alivio, porque reduce el periodo de suspensión del autogobierno catalán y centra los esfuerzos de todos, incluidos los independentistas, en afrontar esa cita con las urnas. Pero ya comienza a hacerse un uso partidista de una decisión de Estado, como es la aplicación del art. 155. El "A por ellos" pronunciado por algún líder político no es muy edificante de una concordia ciudadana y tampoco lo es ponerse la medalla de la paralización del proceso independentista. A poco que se rasque, el patriotismo constitucional sucumbe ante el nacionalismo español como frente ideológico y caladero electoral.

Todo esto pone de manifiesto lo importante que es no aplazar más la puesta en marcha de una comisión que inicie con sosiego los trabajos de una reforma constitucional. Ningún partido se ha puesto manos a la obra. Todos parecen contagiados por el lema de Mariano Rajoy, lo urgente puede esperar.