Llamaron a la puerta. Abrí, era el vecino. Hola, le dije. Hola, me contestó. ¿Tienes un cigarrillo?, dijo él. Espera un momento, dije yo. Fui adentro a por un paquete de Camel, volví y fumamos juntos, en silencio, yo con las dos manos ocupadas, pues sostenía el cenicero con la derecha.

-¿No quieres pasar? -le dije.

-No, que atufamos la casa.

Quería pedirme algo, pero para mi gusto se retrasaba demasiado. Cuando los cigarrillos estaban a punto de agotarse, se lanzó:

-Verás, mañana me voy a Chile, pero no me puedo llevar al pájaro, no de momento, ni a los peces. ¿Te importará pasar de vez en cuando a darles de comer y a asearles el hábitat?

Me hizo gracia la expresión "asearles el hábitat". Sonaba más técnico que limpiar la jaula y cambiar el agua. Le pregunté por cuánto tiempo e hizo un gesto indefinido.

-Se lo podría pedir a mi madre -dijo-, pero vive lejos y se ha roto no hace mucho la cadera.

Accedí, más por debilidad de carácter que por otra cosa y desde hace un mes cuido el mini-zoológico de al lado, además de dar de comer a mi propio gato, que tampoco es mío exactamente, pues entró en casa sin mi consentimiento. Este trato incesante con animales encerrados me ha llevado a pensar en mi propia cautividad. A los seres humanos no se nos cae de la boca la palabra libertad, pero somos los menos libres de la naturaleza, aunque podamos irnos a Chile, como mi vecino. Tienen más capacidad de decisión los peces en su acuario o el pájaro en su jaula que yo mismo en mi casa. Si me comparo con el gato, el agravio adquiere dimensiones monstruosas, pues se pasa las tardes recorriendo los tejados de todo el barrio, donde caza gorriones que me deja en la puerta a modo de presente.

Últimamente, el gato y yo pasamos más tiempo en el piso del vecino que en el mío. Hemos cambiado de jaula, como si dijéramos, y nos encontramos más a gusto que en la nuestra. Solo echamos de menos que los domingos vengan visitantes y que nos echen cacahuetes o alpiste.