Puigdemont ha exigido la liberación de Junqueras y los siete exconsellers que abandonó a su suerte para refugiarse en Bruselas y eludir la acción de la justicia arrastrando por los suelos la noble condición del exiliado político. Una gran parte de la sociedad aplaude la decisión de la juez de la Audiencia Nacional de enviar a la cárcel a los golpistas por delitos de rebelión, sedición y malversación de fondos. Otra, la independentista, sigue hablando de represión. Una tercera, lamentablemente, pronto se sumará a la idea de que los encarcelamientos no contribuirán a solucionar las diferencias políticas. Por lo visto, no ha entendido o no quiere entender que en una democracia con separación de poderes la justicia actúa al margen de la componenda o del arreglo político. Es, sencillamente, independiente.

Cuesta pensar que personas adultas con las responsabilidades de los miembros del Govern no supiesen a qué se arriesgaban cuando, desoyendo las advertencias, pusieron al país en una de los trances más difíciles de su historia, desobedeciendo reiteradamente la ley, echándole un pulso al Estado, desprestigiando el nombre de España en el exterior y poniendo en peligro la convivencia. Todo llevado a las últimas consecuencias. No son sólo opositores políticos como insisten, dando muestras de indigencia intelectual, Iglesias, Colau, los ultraderechistas flamencos y la líder nacionalista escocesa. Son políticos que se han situado fuera de la ley y que como el resto de los ciudadanos están sujetos a ella.

Pero el felón Puigdemont que, además de comportarse como un descerebrado, es un auténtico rata, se esconde en Bruselas para denunciar "el golpe" de una magistrada contra las elecciones del 21-D. El nivel es ínfimo.