E staba uno en el mejor sueño cuando le despertó el estruendo que llegaba desde la calle y que reconoció inmediatamente por otras noches vísperas de festivo.

Un grupo de jóvenes se dedicaban a romper papeleras, desplazar las sillas encadenadas en las terrazas de los bares, vaciar cubos de la basura mientras berreaban, ¡que no era cantar aquello!

A pesar de todos los signos callejeros se había quedado uno dormido olvidando que era la noche de Halloween, otro producto de la nada sutil colonización mental a que nos somete Hollywood.

Y al salir de casa esa mañana, vio lo ocurrido durante la noche: por las aceras aparecían esparcidos todo tipo de envoltorios de comida, botellas de ginebra o de refrescos vacías, colillas y hasta decenas de panecillos que nadie había comido.

Acababa de llegar el servicio de limpieza del Ayuntamiento, perteneciente a una empresa privada y que pagamos todos, y , armados de mangueras y sacos de plástico, los empleados trataban de deshacerse de toda la basura acumulada.

Todo esto ocurría en un barrio de clase media de Madrid, muy próximo a los colegios mayores y al cuartel general de la Guardia Civil.

Ni que decir tiene que no hizo de presencia esa noche, como tampoco en otras noches de botellón, ningún policía municipal para advertir a los alborotadores de lo intolerable de esa falta de civismo.

El quiosquero de la esquina me expresó su hartazgo por lo que sucedía allí todas las vísperas de fiesta mientras me comentaba que, en su opinión, lo de Cataluña era "un montaje" para tapar lo que pasa en el país.

"¿Quién habla ya de Urdangarín?. ¿No ha visto que desde que empezó eso los medios no han vuelto a hablar de corrupción?", me dijo el veterano vendedor de prensa, a quien siempre veo leyendo algún periódico.