Una de las primeras cosas que hizo el hombre sobre la luna fue plantar una bandera: ¡Mala cosa! Las banderas no sólo sirven para decir "esto es mío", sino que enardecen los ánimos a la vez que nublan nuestra visión. Cuando se utilizan para demonizar al contrario, cuando sustituyen a los argumentos, a la razón, cuando convierten a la multitud en una jauría, ¡estamos perdidos!

Armado con una bandera, ya sea la de su país, ya la de su equipo de fútbol, hasta el más insignificante de los hombres se cree de pronto un gigante. Dime cuál es el tamaño de tu bandera y te diré de qué careces.

Desde el abuso de la enseña nacional por el franquismo no había sido el nuestro, a diferencia de otros, un país de banderas. La rojigualda ondeaba hasta ahora sólo en todos los edificios públicos y estaba bien allí. Porque lo hacía además tranquilamente junto a las autonómicas y la europea.

Pero la crisis catalana ha provocado a uno y otro lado del Ebro una disparatada guerra de banderas. En los perfiles de las redes sociales, donde antes figuraba un retrato, un animal o un bonito paisaje, la gente coloca ahora, como en su balcón, una bandera.

Las banderas impiden cualquier crítica, el pensamiento independiente: todo se transforma en dogma de fe. Y a quien no piensa como uno se le convierte automáticamente en enemigo. Están sirviendo además aquí las banderas de perfecta coartada para desviar la atención de los problemas reales de la gente. Mientras se nos entretiene con falsos patriotismos, ese "último refugio de los canallas", que dijo Samuel Johnson, dejaremos de hablar de corrupción, de pobreza, de recorte de libertades, de paraísos fiscales.

El nacionalismo, escribió el austriaco Karl Kraus, "es la gaseosa en la que se disuelve cualquier otro pensamiento". Lo estamos viendo en el conflicto catalán, a uno y otro lado.