En la Meditación de nuestro tiempo, Ortega y Gasset escribía que "vivir no es entrar por gusto en un sitio previamente elegido a sabor, como se elige el teatro después de cenar, sino que es encontrarse de pronto y sin saber cómo, caído, sumergido, proyectado en un mundo incanjeable: en este de ahora. Nuestra vida empieza por la perpetua sorpresa de existir, sin nuestra anuencia previa, náufragos en un orbe impremeditado". A esa sorpresa de existir se le suma, cuando uno se hace mayor, la interrogación sobre el pasado. Ahora, gracias a la ciencia, cualquier persona puede acercarse, por poco dinero y algo de esfuerzo, a entender de dónde llegaron sus ancestros. A conocer de dónde viene y a entender así mejor el carácter mestizo de todos los occidentales. Sabemos que los europeos somos hijos de tres grandes oleadas migratorias de humanos modernos que llegaron al continente en diferentes momentos y que no dejaron de mezclarse entre sí: una primera oleada de cazadores recolectores que llegó hace más veinte mil años y fue seguida, hace unos ocho mil, por una segunda oleada procedente de Siria y del sur de Turquía a través de Chipre y de los Balcanes. Esta segunda oleada estaba formada por agricultores de tez morena y gracias a ello los europeos empezaron a dejar de ser nómadas por primera vez en su historia. La última oleada, muy reciente en términos históricos, es la de los pueblos de la estepa asiática que dieron origen a la cultura indoeuropea (así los llamamos nosotros, a ellos el nombre no les diría nada) que llegó a Europa hace menos de cinco mil años. Con estos antecedentes, causa rubor que todavía alguien diga que es de aquí o de allí: los humanos hemos sido migrantes desde que salimos de África, y nunca hemos dejado de movernos, al menos en términos históricos. Pero somos animales simbólicos y necesitamos identidades para darle sentido al mundo que nos rodea, y por eso nos imaginamos nacionales de aquí o de allí.

En mi caso en concreto, gracias a los avances en la ingeniería genética sé, por apenas cien euros, que comparto un haplogrupo (es decir, un antepasado común) con casi un tercio de los europeos, casi todos ubicados en la fachada atlántica del continente. Por eso sé que mi linaje paterno desciende de la población indoeuropea que llegó aquí procedente de la cultura Yamna, en las estepas que están al norte del Mar Negro, entre las actuales Rusia y Ucrania. Mis genes maternos, que se transmiten a través del ADN mitocondrial llegaron a este pequeño país del oeste procedentes de Anatolia después de un viaje fascinante por Europa al final de la última glaciación y, aunque son minoritarios en Europa (en España apenas somos el 2% de la población) se trata de un haplogrupo muy presente la diáspora judía, imagino que como los de muchos otros sanabreses, que para algo somos hijos de una tierra que nos hizo "emboscados e irredentos" como dice mi maestro Lauro Anta.

Pero no queda memoria de nada esto, claro. La memoria oral es mucho más débil de lo que queremos creer y, como han demostrado los antropólogos, a duras penas supera las seis generaciones. Así que lo ignoramos casi todo de cómo eran, qué sentían y cómo vivían aquellos primitivos pobladores de la península. De hecho, hasta que se inventa la escritura, lo ignoramos casi todo sobre los hombres que nos precedieron: los neandertales, nuestros primos ya desaparecidos, estuvieron aquí decenas de miles de años y no sabemos ni siquiera cómo se llamaban a sí mismos. Tampoco la memoria escrita nos ayuda demasiado en estas zonas de frío y hielo. En mi caso, apenas se remonta hasta mediados del siglo XIX. Si mi línea paterna viene íntegra de Santa Colomba, esa Sanabria que mira a las Portillas igual que mira a la sierra de Porto, mi familia materna viene de la otra Sanabria, la que está pegada al sierro, esos pueblos de leyenda que huelen a misterio y a repoblaciones tardías repletas de manchados que venían aquí a esconderse. No soy capaz de llegar mucho más lejos porque ya digo que la memoria de los hombres es débil: uno de mis tatarabuelos, Isidro, era tratante y viajaba mucho a Galicia. Murió a principios del siglo XX. Otro de ellos, por mi lado materno, murió de una explosión en las minas de Rio Tinto en los años ochenta del siglo XIX. Poco más sé de ellos. De mis bisabuelos queda más memoria en la familia: Pedro Barrios, pionero en el Mercado de finales del XIX y padre de tres ferreteros sin los que no se entienden los lunes sanabreses de gran parte del siglo XX. Por la otra familia, Miguel(án) Chimeno, hombre bueno que marchó a Madrid después de enviudar joven, solo y con tres hijas pequeñas. Antes de irse, era marzo de 1919, dejó un emocionado billete "por si me pasa algo", y en él dejó escrito que "me marcho por necesidad, pero por si me sucediera algo, reconozco como herederas mías y de los bienes de su difunta madre a mis tres hijas". Así era aquel mundo. Y aún hay frívolos que creen que nos hemos mejorado nada en las últimas décadas. A mí, como a muchos de mi generación, el viento de la modernidad nos liberó, gracias a la inquietud de nuestros padres, de la servidumbre del campo. Crecimos en la ciudad, pero lo hicimos heridos de melancolía por el mundo perdido, un mundo del que solo conocíamos las ventajas y al que volvíamos, como Miguel Torga, a recibir órdenes de los nuestros. Cada uno fue saliendo adelante como pudo. La vida nos hizo conocer otras gentes, otras realidades. Pudimos entender así que nuestro pequeño país periférico y rayano no era el mejor de los mundos, cosa que con los años nos ha ido dando igual, porque las tierras las hacen las personas y eso es lo que nos permite sentirnos aquí como en casa. El paso del tiempo lo atempera todo y uno aprende a valorar lo que tiene y lo que es cuando, por fin, es capaz de ponerlo todo en su contexto.

Escribo este texto mientras suena de fondo, en el modo aleatorio del teléfono, el Romance de la Pastora, una de las más hermosas canciones del cancionero popular sanabrés. Lo oí por primera vez hace años gracias a la labor que Manu Otero lleva tiempo desarrollando sobre el folclore de nuestra tierra. La canción se inicia con la llegada de una pastora cuando "apenas brilla la aurora y ya llega la luz del día", y acaba con la noticia de que "ya se murió la pastora / ya florecieron los campos". Una buena metáfora del ciclo de la vida, un ciclo del que forman parte el nacimiento y la muerte y del que no podemos escapar.

Ayer nació Martín. Sin darse cuenta, ayer empezó ya a enfrentarse a "la perpetua sorpresa de existir". Hijo de un sanabrés soñador y de una ferrolana racial y hermosa, tendrá la suerte de disfrutar de lo mejor de dos mundos: el bravo mundo de los hombres de la mar, y el sobrio mundo de los hombres de interior. Bienvenido a casa hijo.