En los últimos años, tal vez décadas, ha crecido una corriente de opinión pública que otorga invariablemente la razón a las víctimas de actos violentos. No se argumenta más: el ofendido es el que recibe los golpes, el que sufre, el que tiene la justicia de su parte, y el débil es quien merece ayuda y compasión. En cierto modo puede ser una corriente positiva, tendente a equilibrar fuerzas y a evitar abusos, y eficaz sobre todo para evitar las escaladas de barbarie que condujeron a hecatombes como las guerras del siglo XX.

En ese sentido, el victimismo puede haber ayudado a pacificar la sociedad y a reducir el monto total de violencia, aunque no parece haber contribuido a incrementar el monto total de la justicia, y menos aún el de la equidad.

Sin embargo, esta utilización del dolor propio como arma de opinión pública, puede tener un lado siniestro que ya hemos observado en algunos conflictos africanos: la necesidad de acrecentar el sufrimiento del propio bando para así, mediante la piedad ajena, obtener donaciones o concesiones.

El proceso no es del todo nuevo. En el interminable catálogo de nuestra literatura picaresca abundan los desaprensivos que tullían a sus hijos para que diesen más lástima y obtener mejores limosnas tras convertirlos en mendigos.

En la hora presente, y en el conflicto catalán, parece que la pugna reside en el deseo de una parte de obtener la foto de un acto violento y en el deseo de la otra de evitar esa foto. No se trata ya de conquistar el terreno ni el derecho, sino de capturar la imagen y la narrativa.

Así las cosas, es racional pensar que el victimismo puede llevar a que, abocados a la desesperación, los que desean la foto violenta la acaben provocando en forma de coche bomba, o francotiradores disparando desde los tejados contra su propia gente, como ocurrió en lo que luego se ha llamado revolución ucraniana. O derribando un avión, como también sucedió en Ucrania sin que se haya aclarado aún quien lo hizo. O hundiendo un barco de pasajeros, por si alguien no recuerda cómo perdimos Cuba.

Esos muertos que todos tratarán de colgar al adversario son el precio que hay que pagar por la hipocresía de creer que la debilidad es una virtud moral. Esos muertos que aún circulan por nuestras calles, que aún tiene sus familias y sus esperanzas, están a tiempo de evitarse si abandonamos de una vez el miedo a la verdad.

Porque si los conflictos se ganan con muertos y lágrimas propios, nada más fácil que multiplicar muertos y lágrimas con bandera falsa para luego, entre sollozos, endilgarlos a la inhumanidad de la otra parte.

A lo mejor aún estamos a tiempo de perder el miedo y salvarles la vida.

Alguien tenía que decirlo.