Octubre de playa, en el Norte. Visión desde la arena: cielo azul, con cirros sin convicción y alguna estela de avión ya muy holgada. Una pequeña gaviota reidora cruza planeando, cortando en oblicuo esa postal. En la orilla la ola es tan mínima que apenas pliega el borde de la piel del agua, como el embozo de una sábana. La poca gente está en la arena con esa paz que sólo el sol tibio de otoño proporciona. Por el cielo cruza ahora una bandada en V de grandes aves que viajan costeando, cuyo piloto parece vacilar un momento, desajustando la formación, que en seguida se rehace. Intento interpretar el vuelo de las aves, pero es un saber ya perdido. Entro despacio en el agua, me chapuzo y nado bajo ella con los ojos abiertos, buscando algún signo en esos sutiles movimientos de la arena y las algas que dan cuenta del genio interior del mar (que todo lo sabe); pero no lo encuentro: calla.