El trabajo que desempeñamos ocupa buena parte del tiempo que vivimos. Desde la adolescencia nos preparamos para algo que marca nuestros horarios y nuestro lugar de residencia, condiciona nuestro estado de ánimo y algunas de nuestras amistades. El salario que recibimos por nuestro trabajo delimita nuestro poder adquisitivo como agentes del mercado, que no es más que el presupuesto del que disponemos para cubrir nuestras necesidades: alojamiento, alimentación, educación, ocio y cultura? Además, un buen trabajo nos permite sentirnos útiles y autorrealizarnos.

En los últimos años hemos podido comprobar la fragilidad del sistema socio-económico y cómo se han ido deteriorando las condiciones laborales de los trabajadores hasta el punto de que se habla de una nueva clase social emergente: el precariado ("la única clase social que quiere ser lo suficientemente fuerte para abolirse a sí misma" tal y como afirma el economista Guy Standing, que ha estudiado ampliamente el fenómeno). Así nos encontramos a jóvenes sobradamente preparados que encadenan puestos de becario a cambio de una ridícula "ayuda" económica o trabajadores literalmente explotados al tener que realizar las tareas de otros puestos que han sido amortizados para mejorar la rentabilidad de la empresa.

La Iglesia -que se unía ayer a la Jornada Mundial por el Trabajo Decente- no es ajena (ni podría serlo) a esta problemática, pues afecta directamente a la integridad y a la dignidad de la persona. A través de su doctrina social tiene una posición clara y rotunda en este ámbito y este mes el papa Francisco nos la recuerda: "debemos recordar siempre la dignidad y los derechos de los trabajadores. Denunciar las situaciones en las que se violan estos derechos, y ayudar a que contribuya a un auténtico progreso del hombre y de la sociedad".