El estrambótico comportamiento de las autoridades catalanas desde la aprobación, hace justo un mes, de la ley del referéndum, situándose al margen de toda legalidad y del orden constitucional, no tiene una sola arista en la que fijarse, sino múltiples y todas ellas extremadamente complejas. Pero vayamos por partes.

Primero. Conviene recordar que los procesos independentistas, como sucede en las revoluciones, siempre se asientan en un grupo de oligarcas, estafadores profesionales de la voluntad de la gente, prometiendo al pueblo la mayor de las glorias a cambio de su lucha contra los supuestos deseos de otros oligarcas alzados en el poder.

Segundo. El llamado 'procés' supone el epílogo de la manipulación educativa desde la más temprana edad, distorsionando a su antojo la historia y la cultura para adaptarlas al nuevo modelo de país que preconizan. A esto hay que sumar la inestimable ayuda, previo cobro de cuantiosas subvenciones, de los medios de comunicación afines a la causa y de la exitosa gestión de las redes sociales (ahí está para corroborarlo el #españanosroba).

Tercero: Desde la aprobación de la ley del referéndum, a principios de septiembre, hay marcada una evidente hoja de ruta independentista. Es decir, que las autoridades catalanas ya viven desde entonces en la independencia más absoluta. ¿O no lo es actuar al margen del estado de derecho, de la Constitución y de las leyes?

Cuarto. A cualquiera de ustedes, por una sola acción de las muchas que lleva cometidas el Gobierno de Cataluña ya estarían en la cárcel y cantando la traviata ante el juez. Lo cual nos confirma que la ley no es igual para todos.

Quinto. La continua apelación a un diálogo entre las partes tiene sentido antes de haberse cometido la fechoría, pero no ahora, cuando la situación requiere en primer lugar el restablecimiento del orden constitucional y, a partir de ahí, la apertura de una mesa de debate enmarcada en la legalidad y sin condiciones previas. El diálogo, en todo caso, implica al conjunto de todos los españoles.

Sexto. En esta lamentable fragmentación de la sociedad catalana también hay que imputar alguna que otra responsabilidad al Gobierno de la nación. Meses, incluso años, en los que el Ejecutivo central ha dejado a su suerte a los catalanes no independentistas, aislados, cuando no humillados de manera flagrante. Ni tampoco desde Madrid se ha actuado con la sensibilidad necesaria para dar alguna salida viable a ese flujo nacionalista, del que evidentemente comulgan no pocos ciudadanos. Siempre será mejor asumir los riesgos de la equivocación que permanecer anclado en la perplejidad sin afrontar debidamente un problema tan real como el que nos ocupa.

Séptimo. Dada la extrema gravedad de los hechos, ningún partido de corte constitucionalista puede estar deshojando un día sí y otro también a qué rama del árbol subirse para defender sin fisuras la legalidad vigente. Mal hacen los socialistas, por ejemplo, cuando trasladan un mensaje dubitativo, que deja perplejos a muchos de sus propios militantes.

Octavo. El uso desproporcionado de la fuerza siempre beneficia al victimista. Sin duda, no son las imágenes del 1 de octubre la mejor carta de presentación exterior de un país democrático como es España, pero de ahí al asedio de las fuerzas de seguridad del Estado y la algarada callejera hay un amplio trecho inconcebible.

Noveno. Volviendo a la gestión de la comunicación, hemos podido comprobar cómo los fanáticos han logrado vender a la opinión pública internacional la 'voluntad de libertad de un pueblo', como si España fuera un país opresor. Un mensaje que muchos medios internacionales han tragado sin pestañear y que alguien debería reconducir.

Y décimo. La solución era simple. Un referéndum legal con la pregunta clave: "¿Desea que Cataluña sea un estado independiente, ajeno a la Unión Europea y al euro, con fronteras y economía cerradas y sin ayudas externas?".

En fin, confiemos en que impere el sentido común y acabe imponiéndose la cordura, que es la cualidad más extendida entre la gente normal.