Si acudimos al diccionario de la RAE, veremos que cita ocho tipos de huelga: la más común, la "huelga" , a secas, que es la interrupción colectiva de la actividad laboral, por parte de los trabajadores, para reivindicar ciertas condiciones sociales o económicas o manifestar una protesta; la "huelga general" que es similar a la anterior, pero afectando a todos las actividades; "a la japonesa" en la que los trabajadores producen más de lo habitual al objeto de crear un exceso de producción que descabale las planificaciones productivas de los patrones; la "de celo" en la que se trabaja aplicando estrictamente las disposiciones reglamentarias; la "de brazos caídos" que se realiza en el mismo puesto de trabajo; "la salvaje", que se hace por sorpresa, sin cumplir los requisitos legales a tales efectos; y, por último, "la huelga revolucionaria" que es la que responde a propósitos de subversión política, más que a reivindicaciones de carácter económico o social.

Es claro que la huelga propiciada y financiada por el Gobierno Catalán, el pasado martes día 3, correspondió a este último tipo, a "la revolucionaria", aunque no se haya visto, oído o leído en ningún medio de comunicación denominarla con este nombre, sino designándola, simplemente, huelga, o huelga general, como si de una huelga común se tratara. No se sabe si el hecho de no haberla llamado por su nombre y apellido ha sido por no atreverse a utilizar el término revolucionaria, que a algunos puede darles miedo, o por la costumbre en el uso y abuso de los eufemismos, defecto típico de esta sociedad que no osa salirse de lo políticamente correcto.

Este caso de la huelga revolucionaria en Cataluña tiene una peculiaridad, cual es que lejos de interrumpirse el contrato de trabajo durante el tiempo de duración de la misma, como en los demás casos - excluidos los de la japonesa y la de celo - se ha mantenido vigente, puesto que los funcionarios pudieron asistir cobrando su salario como si hubieran acudido a su puesto de trabajo, lo que no deja de ser una maniobra que se sale de lo habitual, sobre todo teniendo en cuenta que la población catalana se encuentra dividida en dos mitades, más o menos iguales, una a favor y otra en contra de la independencia, ya que de la independencia de Cataluña es de lo que trataba la huelga y no de otra cosa. Quiere ello decir que, al correr el costo de la huelga revolucionaria a cargo de los presupuestos de la Generalitat, su financiación ha salido del bolsillo de todos, incluido el de quienes forman parte de la otra mitad de los catalanes, de los que se oponen a la independencia. Pues eso que hemos visto una huelga revolucionaria pagada a escote por todos los catalanes, y en segunda instancia, por el resto de los españoles.

Pero claro, en una revolución todo es válido para conseguir los fines que se pretenden, y nada se debe admitir si se opone a la idea objeto de deseo, pues, de hacerlo, la revolución estaría abocada al fracaso, y entonces no sería una revolución sino un baile de máscaras o algo por el estilo.

Ha sido este un paso más, meticulosamente medido por quienes llevan años diseñando lo que ellos llaman "el procés" y un despiste más del gobierno central que no ha estado a la altura de lo que de él cabía esperar. Un fallo más a unirse al de confiar en los Mossos para evitar el referéndum, al de picar el anzuelo de tratar de pasar a través de una barrera humana con señuelos cuidadosamente dispuestos para salir en las imágenes televisivas, de no distinguir a consumados intérpretes del socorrido y repetido papel de mártir de la gente realmente espontánea, de tragarse lo de foto de la mujer con los cinco dedos rotos que luego resultó ser que cuatro los tenía bien y solo uno inflamado. En resumen, en el tablero de ajedrez en el que están jugando los dos gobiernos, el central y el autonómico, no se sabe quién será finalmente el ganador, pero de momento Puigdemont y los suyos, van por delante en la partida.