Hay dos cosas que me aburren sobremanera, la información sobre Cataluña y los espacios dedicados al tiempo con los que nos castigan los telediarios. No sabría decir cuál de ellas llega a aburrirme más. De la segunda se puede huir, al menos en parte, porque solo - lo de solo es un decir - sale en los telediarios. Pero de la primera, la que tiene que ver con el referéndum, la independencia y demás pesadeces de Cataluña, no hay manera de evitar padecerlo, porque aparece por todas partes, como las alergias, dejándonos molestos sarpullidos. Y si cambias de canal no te sirve de nada, pues es fijación de todas las televisiones dar la vara sobre ello, con todo lujo de detalles, bien sea en forma de debates, noticias o incluso de partidos de futbol. Es más, si abandonas la tele y te pasas a la radio tampoco te libras, porque te llegan a acosar de la misma manera. Así que no hay manera de escaparse, ni siquiera recurriendo a la prensa diaria.

Lo de la información sobre el tiempo es cosa que alguien debería explicar por qué un programa de ese tipo ocupa más espacio que cualquier otro de mayor repercusión e interés. Y digo yo si será porque hay mucha gente que está obsesionada con conocer la temperatura de Albacete, aunque viva en Burgos, pongamos por caso, aunque lo más probable sea que no vaya a viajar nunca a aquella ciudad, y de hacerlo, quizás lo sea una o dos veces a lo largo de su vida. Pero el presentador y la presentadora del tiempo parecen ignorarlo, ya que de manera impertérrita insisten, durante los trescientos sesenta y cinco días del año, en contarle al señor de Burgos si va a llover o no en Albacete. Esos diez minutos largos que ocupa el espacio televisivo darían para informar sobre cine o teatro que, al fin y al cabo, son espectáculos que el que más y el que menos suele disfrutar de vez en cuando. Pero nada de eso parece ser considerado, puesto que los presentadores siguen soltando sus peroratas a un ritmo tan vertiginoso que uno no llega a saber si están presentando el tiempo o el concurso de "Pasapalabra".

Lo único que tienen de bueno los programas del tiempo es el rosario de fotografías que sacan al final, al parecer enviadas por espectadores que se levantan a las tantas de la mañana, captando amaneceres dignos de ser plasmados en los lienzos de los más prestigiosos pintores, aunque, algunas de ellas, tengan toda la pinta de haber pasado por los implacables filtros del Photoshop. Ya puestos a meter más minutos a estos programas, se les podría añadir algún comentario sobre la calidad de las imágenes, o incluso convocar un concurso con premios a los paisajes de mayor encanto, cosa no de extrañar ya que las cadenas televisivas están muy interesadas en que nos enteremos del viento que sopla en Mallorca, o en aquel otro sitio donde fue mi vecina de viaje de novios, hace ya unos cuantos años, y al que ahora no puede volver por mor de escasear las plazas hoteleras.

Pero peor que lo del tiempo, es aún lo de Cataluña, ese agobio de información, desinformación, manipulación y otros términos acabados en "on", como Puigdemont o Filemón, aburre hasta la extenuación, hace que nos siente mal el café y nos cabrea sobremanera, porque vemos cómo pasan los días y nadie parece meterle mano al problema, ni aquí, ni allí, ni acullá. Porque cada uno cuenta la historia como le parece, interpreta las cosas a ritmo torticero, tergiversa lo que dicen o piensan los demás, y no respeta a los que opinan diferente. Y así llevamos aguantando años de plastez, difícilmente superables, años en los que hemos podido escuchar eslóganes y consignas propios de países donde aún no ha llegado la democracia. Son tantas las mentiras que nos largan, que, sin querer, llegamos a acordarnos de los referéndums de la dictadura, en los que el "Sí" salía triunfante, por encima de las matemáticas y la estadística, ya que el recuento decía que se había ganado con el ciento y pico por ciento de participación. Cosas tan chocantes como ésta de referéndum, y otras más surrealistas nos las vienen contando cada día, como si fuéramos alumnos de primaria, de esos que manipulan los independentistas, sacándolos a la calle para hacer bulto en las manifestaciones, sin respetar los derechos que merece la infancia. Y es que no se dan cuenta que, aunque sigamos siendo un poco cazurros, ya nos hemos desenroscado la boina de la cabeza hace unos cuantos años.

Claro que hay gente para todo, incluso para ver los programas de Telecinco. De manera que seguimos condenados a ver como los frentes nubosos entran por el noroeste, a tomar nota de la temperatura que tienen en la Chimbamba y a pasar por las amenazas de la chica del flequillo cortado a machete, que dice representar a los antisistema. De manera que, si somos capaces de aguantar tan inacabables minutos de verborrea incontenida con la que nos castigan todos los días en la tele, con mayor motivo deberíamos estar vacunados para distinguir una isobara de una perorata de Puigdemont (O de Filemón) y una flecha de presión de unas cuantas urnas apiladas en el sótano de una panadería, aunque, la verdad sea dicha, no esté muy seguro de ello.