El llamado "procès" soberanista de Cataluña ha entrado en una fase manicomiable. El presidente de la Generalitat, que es la máxima representación del Estado en la comunidad autónoma, conspira abiertamente contra el Estado del que pretende separarse. La presidenta del Parlament arenga a las masas con un megáfono para animarlas a desbordar las instituciones, como si ella fuera una de aquellas heroínas de las "revoluciones naranja" que tanto contribuyeron a la caída del comunismo en el Este de Europa. Los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado que, al parecer, no disponen en Cataluña de acuartelamientos bastantes para alojarse, llegan al puerto de Barcelona en varios cruceros turísticos para obligar a a la policía autonómica a que despliegue mayor celo en la defensa de la legalidad todavía vigente. El periódico nacional de mayor difusión denuncia en primera plana una supuesta injerencia de los servicios secretos de Rusia en la difusión de noticias falsas sobre un proceso independentista que, insinúan, pudiera derivar en una nueva guerra civil.

El rectorado de la Universidad está ocupado, la calle al borde del motín, las proclamas en un sentido y en otro se suceden, las familias riñen entre ellas a la hora de tomar la sopa, y hasta los equipos de fútbol, incluido el que "es más que un club", se manifiestan partidarios del "derecho a decidir", que es algo así como el derecho a que los árbitros nos piten siempre los penaltis a favor y nunca en contra.

En pleno lío, el presidente del Gobierno español y su ministra de Defensa se marchan a Washington para mendigar unas declaración de apoyo a la integridad territorial de un país que acoge una bases militares del mayor interés estratégico para Estados Unidos. Saber en que va a parar todo esto es difícil pero lo que es seguro, como dice el prestigioso historiador catalán Josep Fontana, es que no habrá secesión dada la desproporción de fuerzas entre el Estado y la comunidad autónoma que aspira a convertirse en Estado. Cree, en cambio, el autor de "Por el bien del imperio" que el PP "está agitando a la opinión pública española diciéndoles que la celebración de una consulta implica después la secesión de Cataluña cuando sabe que esa secesión es imposible. El gobierno de Madrid no va a renunciar pacíficamente a un territorio que le proporciona el 20% del PIB". Una opinión que, sin embargo, no le impide apreciar los errores cometidos desde el bando soberanista con los mismo objetivos. En el fondo -como dice un asiduo a la tertulia del café- el duelo se plantea entre un gobierno de derechas en el Estado y otro del mismo signo político en la comunidad autónoma. Dos partidos, el PP y la antigua Convergencia, que se han entendido perfectamente en la aplicación de medidas económicas y sociales de esa orientación ideológica y que seguramente lo vuelvan a hacer en el futuro a poco que baje el suflé soberanista y se recobre paulatinamente la calma. Y el mejor síntoma de que esa coyunda será posible es la irrupción en la polémica de los obispos catalanes pidiéndole a Rajoy que "respete las legítimas aspiraciones del pueblo catalán y de su singularidad nacional". La Iglesia y el nacionalismo siempre se han entendido bien.