El nacionalismo es por propia definición excluyente. El fuerte sentimiento de pertenencia lleva a los nacionalistas a confundir la realidad despojando las palabras de contenido o en, último caso, excluyendo a los demás de participar de su significado. Carles Puigdemont ha advertido últimamente al Estado de que no subestime al pueblo catalán. El pueblo catalán es para él una porción de la sociedad, la que jalea el delirio independentista, al margen de la restante. Muchos catalanes, probablemente una mayoría, han quedado excluidos del "pueblo" que invoca Puigdemont en su cruzada publicitaria sobre la represión española.

Entre los vicios del político mesiánico está arrogarse la representación que no le corresponde. El periodista y escritor catalán Ignacio Agustí, en uno de los artículos seleccionados y publicados por Fórcola, recuerda la respuesta de Winston Churchill a un diputado laborista que le increpaba en nombre de los derechos del pueblo. Decía: "Cuando le escucho llego a la convicción de que su señoría cree que el pueblo empieza después de usted". Sin embargo, como dice Agustí, el pueblo no empieza después de nadie, somos todos, y nadie, por tanto, puede reivindicar la exclusiva de alzarse con su voz en nombre de él. Excepto Puigdemont, que se ha apropiado el significado del vocablo. Él mismo lidera el pueblo "reprimido" por los españoles, que quieren impedirle votar en un referéndum ilegal que los separatistas han colocado de pantalla para declarar unilateralmente la independencia.

Agustí, autor de "Mariona Rebull", director de la revista semanal "Destino" y de "Tele/eXpres", asiduo colaborador de "Triunfo" en los años sesenta, fue siempre crítico con la intransigencia nacionalista. Escribió: "El catalanismo, nacido de unos románticos con chalina, llegará a ser, al correr los días, la alcahueta política más sagaz y funesta de España". Digamos que se adelantó a definirlo antes de esta última y tragicómica implosión.