El fallecimiento repentino del exvicepresidente de la Junta Tomás Villanueva a la edad de 64 años supone, lógicamente, un mazazo brutal que encoge el alma a quienes le conocían (le conocíamos). Lo primero y primordial es el abrazo a la familia y a sus allegados en unos momentos caracterizados por la tristeza que siempre representa la muerte de una persona. Como se sabe, Villanueva no formaba parte desde 2015 del Gobierno autonómico en el que ejerció de casi todo; también que llevaba meses al margen de toda actividad pública y social, preparando su defensa en las causas judiciales abiertas por presunta corrupción en la llamada trama eólica y en la compra por parte de la Junta del edificio de Arroyo de la Encomienda en Valladolid. Sin duda, estos últimos hechos y su inesperada muerte confluyen en un extraño epílogo a una carrera política intensa desde la esfera de no pocas responsabilidades al frente de los designios de la Comunidad durante más de dos décadas.

Todo lo sucedido en torno a la figura de Tomás Villanueva en estas últimas semanas sugiere algunas reflexiones. La primera es la aserción de que la gestión pública propicia muchas recompensas personales y profesionales pero no pocas amarguras e ingratitudes. Su caso es elocuente y no es el único en el panorama nacional.

Sobre el político vallisoletano deberá primar la presunción de inocencia por encima de la culpabilidad no probada en juicio oral. Y aunque las tristes circunstancias no son ningún impedimento para el natural curso de la investigación judicial que determine las posibles consecuencias civiles de su actuación pública, no hay que ser un lince para aventurar que las defensas de ambos casos arrojarán ahora sobre el exconsejero las mayores cuotas de responsabilidad en los hechos. Tras lo sucedido estos días tampoco debería sustraerse del debate la atávica falta de agilidad en los procesos judiciales, algo imputable no solo al propio sistema y a los jueces, sino también a los abogados defensores que persiguen la atenuante de desolaciones indebidas, contribuyendo así a la prolongación del estrés al que se ve sometido el propio investigado. A nadie se le escapa que un proceso de este tipo y la consiguiente publicidad incesante son cuestiones que pueden minar el estado físico de cualquier persona. Y no menos importante es preguntarnos de paso hasta cuándo tenemos que esperar para que una sentencia, además de condenar un delito, anule a la vez los contratos administrativos objeto de ese mismo delito.

De otro lado, cabe reflexionar sobre la triste hipocresía que nos suele embargar ante la muerte de una persona. Exceptuando a familiares, amigos íntimos y colaboradores más cercanos, las alabanzas en cascada reflejan esa condición humana tan proclive a las buenas palabras cuando no hace ni tres días que reinaba el estrepitoso silencio o, mucho peor, el olvido premeditado y la más insolente de las actitudes en relación a su persona y trayectoria.

No digo nada nuevo, lo sé, pero en este reguero de elogios 'post mortem' con inminente fecha de caducidad saltan a la vista incongruencias que evidencian los miedos del ser humano y la falsedad de algunos comportamientos. No se trata de poner en duda la valiosa aportación del ahora desaparecido político al desarrollo de Castilla y León (ahí están las hemerotecas y que, libremente, juzgue cada uno), sino de dignificar sin eufemismos nuestros pensamientos. Dicho de otra manera, deberíamos de ser consecuentes con nuestras acciones y palabras sin que tenga que mediar el dolor más extremo. Somos excesivamente dados a la reacción más inverosímil, tanto en el juicio en vida como en el juicio tras la muerte. Y todo esto, por invariable que nos parezca, también conviene revisarlo de vez en cuando.