A unque es cierto que el desafío independentista catalán tiene saturada la agenda política y mediática, no lo es menos que este asunto nos debe preocupar por encima de otras cuestiones domésticas. Me dirán, y con razón, que por mucho menos, a usted o a mí ya nos habrían enviado a chirona por saltarnos flagrantemente la legalidad vigente. Pero habrá que confiar en la estrategia del Gobierno de Rajoy, que hasta el momento se caracterizado por el temple en las declaraciones y por dejar hacer hasta que, supuestamente, la afrenta secesionista sobrepase la última línea roja. Una línea que se me antoja ya extremadamente delgada y que, por eso mismo, está dando alas a un sector de la población catalana que azuza el fuego de una deriva irracional y que pretende arrogarse el derecho exclusivo a decidir sobre una parte del territorio nacional.

Las reivindicaciones antinatura, como la que nos ocupa, forman parte históricamente del ADN del nacionalismo radical. Saben que sin esa acérrima defensa de unos postulados intransigentes poco más tendrían que hacer y, por eso, han decidido de manera unilateral saltarse las reglas y las más elementales normas del Estado de derecho. El calendario del despropósito tuvo ayer miércoles, un punto de inflexión con la anunciada aprobación de la ley del referéndum para el 1 de octubre, lo que estrecha el margen de maniobra al Ejecutivo central, de la Fiscalía y del Tribunal Constitucional.

Contra el pulso nacionalista no caben ya ambigüedades, máxime cuando cualquiera de las posibles acciones a emplear están amparadas por la legalidad. Ojalá que se imponga al final la cordura. Pero ante la probable escalada secesionista no se entendería a estas alturas del proceso la inacción. Como tampoco la duda de los partidos constitucionalistas acerca de cuál artículo utilizar mejor para frenar esta deriva. ¿O no son todos los artículos que recoge la Carta Magna igual de constitucionales?