El atentado en Barcelona ha traído cola. Durante unas semanas parecía que el objetivo principal del Gobierno y la Generalitat era hacer lo posible por curar rápidamente las heridas, atender a las víctimas, mostrar la valentía y unidad contra el miedo y, finalmente, relegar a un segundo plano el tema de la secesión. Pero a un mes de que el referéndum pueda tener lugar, la pugna por el prestigio político está en el candelero, así que no es posible ignorar este último aspecto. Si los Mossos conocían o no las intenciones de la célula, si habían sido advertidos por la CIA o no, queda ya como agua pasada. Puede que hubiera cierta irresponsabilidad, pero las alertas sirven de poco sin pruebas y, por lo tanto, combatir esta clase de terrorismo es complejo. No se puede mantener en alerta permanente a las fuerzas de seguridad ni blindar todas las zonas turísticas, como se ha visto es el objetivo principal de esta nueva ola de terror low cost.

Estos grupos de nuevo y peregrino cuño no tienen ni tan siquiera que crear una organización sofisticada, tan solo evitar que la policía les detecte como radicales. Claro que ellos no dudan en camuflarse en la sociedad, actuar como musulmanes y ciudadanos corrientes, incluso, permitiéndose el capricho de romper con las normas del Islam para, así, ser menos sospechosos y de esta manera pasar totalmente inadvertidos hasta que es demasiado tarde. La amenaza está ahí. La UE ha estimado en unos 50.000 los yihadistas en Europa, en España unos 5.000, hay muchos más en Gran Bretaña o Francia. Pero no todos ellos se inmolan sin más ni juran lealtad al Estado Islámico, aunque hay que estar muy pendientes.

La falta de recursos preventivos es seguro el mayor inconveniente a la hora de hacer un seguimiento exhaustivo de todos ellos. Porque mientras no se sepa con certeza que van a pretender provocar una masacre, el Estado de derecho les protege y ampara. No se les puede detener sin más. Aunque algunos ciudadanos se hayan empeñado en defender posturas contrarias e islamófobas. Así que la sociedad europea se halla en una encrucijada. Porque la seguridad es necesaria, pero también comporta el reducir los presupuestos para la integración y una mejora de las condiciones de vida de quienes están más desarraigados, como es el caso de los inmigrantes. Y entre ellos hay jóvenes musulmanes que ven en la religión su manera de salir de sus propios desvelos existenciales. No son muchos, aunque eso nunca consuela a las víctimas. Si bien, son estas pruebas las que constituyen, sin duda alguna, los pilares del futuro mismo de la UE. No olvidemos que somos una población envejecida y que es necesario que nuevas corrientes de poblaciones se asienten para sustituir a las precedentes, nuestro alto nivel de vida se apoya y basa en una serie de pilares económicos irrenunciables que son, por su parte, el imán para quienes vienen de allende el Mediterráneo en busca de una vida mejor.

Nuestra necesidad es su oportunidad, pero también el modo en el que las sociedades pierden su cohesión interna y deben reajustarse. Eso significa un esfuerzo, aunque no estemos acostumbrados a ello. Esta vez, no delegamos en una dictadura o en el totalitarismo esa labor ingrata de mantener unidos a los individuos mediante la fuerza y la extorsión, pero se producen otras contradicciones. Y, en este caso, tiene que ver con la vulnerabilidad de la sociedad ante un terrorismo de inadaptados en nombre de una falsa lectura del Islam. El efecto tan mediático que tiene el impulso del terror, además, lo ha convertido en una cultura del miedo que es aprovechado por los grupos minoritarios o marginales para darse a conocer. La acción, ya sea de modo individual o colectivo, en nombre de Alá, entraña un belicismo existencial, una gloria solo reservada a los mártires de la fe que les permite la inmortalidad frente a unas vidas anodinas y vulgares. Por lo tanto, suelen ser los jóvenes más influenciables los que acaban protagonizando estos actos que no son para nada heroicos ni trascendentes sino dramáticos.

Un drama que parte en desfigurar el sentido del Islam, de poner en jaque a las sociedades constituidas e impedir que personas de diferente procedencia o cultura religiosa sean capaces de entenderse e integrarse. Ahí solo anida el paroxismo, la obsesión y la desconfianza, lo que lleva a que los guetos sean más pronunciados, y que estos faciliten el arraigo del radicalismo. El radicalismo siempre estará ahí, desde los anarquistas del siglo XIX, a las organizaciones de liberación nacional, pasando por los grupos violentos antiglobalización, etc., pero en este caso se hace en nombre de una religión, y ahí es cuando la frágil línea entre el bien y el mal se hace más delgada y abarca a más personas. Claro que no hay que confundir la religión que afirman profesar estos mensajeros del miedo con sus valores? el Islam no se reduce a acabar con los infieles o los herejes, sino a algo más, a una cultura de vida.

Sin embargo, para muchos musulmanes la existencia no es nada sencilla, unos huyen de sus países debido a los conflictos terribles que los arrasan, otros porque son perseguidos o porque no quieren vivir en la miseria? la mayoría procede de territorios y países en donde no hay salvaguarda de los derechos humanos y son Estados débiles incapaces de impulsar su desarrollo. Entender eso es una parte del problema. Aunque la solución no es prohibirles la entrada o echarles, sino el buscar estrategias que nos ayuden a combatir estas corrientes extremistas y estigmatizar a los que decidan actuar de un modo cruel y violento. El terror no es el Islam, tan solo un fiero y deshumanizado nihilismo irredento.