Leyendo de nuevo este verano el libro de José Godoy Alcántara; Ensayo histórico, etimológico, filológico sobre los apellidos castellanos. Madrid 1.871; joya de mi biblioteca de los tiempos universitarios, entresaco algunos datos junto a otros que ya conocía, y que ahora incluimos. El público en general, inconscientemente, no se ha preocupado de este tema que culturalmente tiene tanta importancia, quizá, porque ha considerado que el sistema de nombrar a las personas ha sido siempre el mismo. Muchos cuando consultan su nombre a partir de esa poderosa herramienta que hoy tenemos (Internet), se quedan realmente perplejos por la gran cantidad de personas que llevan su propio nombre y apellidos, sobre todo si son muy corrientes.

En la antigüedad, constituyó un auténtico problema el designar el nombre de los individuos, de tal forma, que cada sociedad utilizó un procedimiento distinto. Hay un hecho innegable y es que los humanos somos distintos físicamente unos de otros, lo que no impide que podamos llamarnos de idéntica manera, por eso no se pueda contravenir la universalidad de la significación del nombre. En el crepúsculo de la historia (legislación consuetudinaria) se observan deseos del individuo de perpetuar sus hechos o actos después de la muerte, generalmente guerreros. Era la forma de inmortalizar su memoria. Los hebreos imponían a sus hijos un nombre pasados varios días, dándoles, generalmente, el de los abuelos porque creían que las cualidades saltaban una generación para pasar a la siguiente. Los nombres griegos se distinguían por su sencillez y armonía, cualidades propias del genio heleno. El nombre y apellidos actuales, siguen el sistema de la sociedad romana, quienes, al parecer, lo tomaron de los etruscos pueblo procedente del Asia Menor que se asentaron en Italia. Nadie tanto como los romanos rindieron culto a sus antepasados (lares). Constaba de praenomen que era el distintivo de cada individuo; el nomen que era el de la familia y cuando era numerosa se añadía el cognomen, por ejemplo, Publio Cornelio Léntulo. A veces se añadía lo que se llamaba el agnomen que era una especie de sobrenombre, así Escipión el Africano. Tristemente, las mujeres no llevaban más que un nombre, que al estar destinadas al matrimonio, se segregaban siempre de su familia para identificarse con la de su esposo.

El uso de más de un apellido se extiende a partir del siglo XVI. Cada individuo tomaba el que quería, elegido siempre por motivos muy variopintos: ascendientes, gratitud hacia alguna persona, lugar de nacimiento, profesión, etc. Ante tal situación, los hijos se apellidaban de forma distinta que sus padres, un ejemplo de ello, es el caso de Juan de Herrera, arquitecto del monasterio de El Escorial: sus progenitores fueron Pedro Gutiérrez de Maliaño y su madre María Gutiérrez de la Vega. Con ello la anarquía que existía en la elección de los apellidos era completa, no sólo en España sino también en los países europeos, hecho que obligó a los gobiernos de las naciones a imponer normas que no siempre se respetaron. La decisión del Cardenal Cisneros, a finales del siglo XV, aceptada luego por el Papa para todo el orbe cristiano, de llevar libros parroquiales de nacimientos y defunciones, influyó mucho en la distinción del nombre de las personas. La elección del apellido favoreció mucho a los criminales que se lo cambiaban constantemente.

El 17 de Junio de 1870, se creó el Registro Civil. En él se tipificaba que el primer apellido debía ser el del padre, y el segundo, el de la madre, con una sanción para los que incumplían la Ley. En cuanto a los hijos de padres desconocidos, el ambiente religioso hizo que se empleara el término "expósito"". Hoy se halla en total desuso.