Siempre he recelado de la sentencia de Ernst Jünger según la cual lo que al final nos iguala es que todo hombre puede matar a otro hombre. Creo más bien que es el simple hecho de la muerte el que nos iguala, y a la vez nos redime, al explicar todos los patéticos merodeos, frases, disfraces, historias, dramas, sedantes, importancias, mitos, excusas, roles y libretos que nos damos para tratar de eludir el "hecho", o hacerlo soportable en los días. Pero, a la vez, del "hecho" en sí debería venir la comprensión hacia el diferente: cualquier receta moral, sentimental, sexual, espiritual y hasta farmacológica que uno se busque para sobrevivir bajo el sol inclemente del "hecho" es igual de respetable, a condición de que no dañe a los demás. Todo lo anterior viene de la caída sobre mi cabeza de la dichosa frase en una relectura agosteña de Jünger, praxis nada recomendable. Pero ya casi acaba.