Resulta que si te da por caminar por alguna de las calles barcelonesas camino de La Pedrera o de la Casa Batlló, goces o no con la fascinación que produce el peligro, corres el riesgo que surja de repente un grupo de bárbaros que te ponga hecho un cristo, vaciando el contenido de unos cuantos esprays sobre tu cuerpo serrano, posiblemente con los colores rojo y amarillo, complementados con una estrella de cinco puntas, símbolo de los independentistas catalanes, y todo ello por el mero hecho de ser un turista que visita esa bella ciudad en busca de lo mejor de la arquitectura modernista que puede encontrarse en España. Claro que siempre podrás disimular tal condición: si eres mujer dejándote un flequillo a lo kale borroka, y si eres hombre haciéndote un tatuaje con las letras C, U y P, para mimetizarte con esos retrógrados locales, en forma de activistas, que hacen cualquier cosa para intentar mandar a freír espárragos el sistema, y de paso a la industria turística. Mientras esto sucede, los hoteleros ven como tales individuos, autodenominados "Arran", entran en sus hoteles destrozando cuanto encuentran a su paso.

Y ante tales desmanes, que por osmosis se han trasladado también al País Vasco y Baleares, las autoridades locales y autonómicas miran para otro lado, porque los autores de los desaguisados son parte de un puzle de fuerzas que integran ese matrimonio de conveniencia unido por la causa independentista. Y los empresarios, y el más del millón de empleados, que viven del turismo, asisten impávidos, sin protección, ante este grotesco espectáculo que amenaza su supervivencia.

Quienes defienden este, llamémosle, movimiento, tratan de justificarlo argumentando que el turismo se ha desmadrado, sobre todo desde que empezó esa invasión de casas particulares que alquilan habitaciones, a modo de hoteles (Solo una de las plataformas que comercian con este negocio -Airbnb - ha llegado a alquilar más de un millón, en España, en un solo año) que contribuyen a que el número de turistas se multiplique, y que en determinadas ciudades se sufra de aglomeraciones, y que el día a día de la población autóctona se vea amenazado, y a que empiecen a ofrecer dudas los servicios públicos. Pero este desmadre turístico es cosa que puede resolverse de otra manera, sin necesidad de aspavientos callejeros, ni de atosigar a la gente que viaja por el procedimiento tradicional, dejando dinero a espuertas en la hosteleria y en los comercios. Claro que, para ello, los primeros que tienen que dar un paso adelante son las autoridades, que siempre reaccionan a toro pasado, y que, para no perder la costumbre, ahora permanecen calladas, viendo como muchos turistas de lata de sardinas, se pasean en pelotas por la calle, o se tiran desde los balcones a las piscinas, o dejan muestras de sus borracheras por jardines y paseos.

Es hora de dejar de sentarse, cómodamente, en una mesa, junto a la ventana, mirando a través del visillo, para dedicarse a seleccionar el tipo de turistas que queremos que nos visiten, que no son otros sino los que respeten la convivencia y aporten dinero a tan importante industria. Ahora que podemos, puesto que hemos llegado a sobrepasar los ochenta millones, es el momento de seleccionar a nuestros visitantes, bien sea a través de la imposición de tasas, de la promoción de lugares alternativos y de invitar a volver a sus países a aquellos que su principal diversión es la de hacer el zángano, como si el nuestro fuera un país bananero, como aquel del puterío que propició la Cuba de Batista.

En ese necesario plan de replanteamiento de la industria turística que demanda nuestro país, cabría priorizar calidad por cantidad, ingresos por número de visitantes, turismo interior por el de costa, playa y zapatilla. Pero para eso habría que empezar a mostrarse alérgicos a los entusiasmos apresurados, basando las planificaciones en un reparto equilibrado, porque mientras en determinadas localidades sobran turistas, y no saben que hacer con ellos, en otras, como en Zamora, les faltan, aun a pesar que los zamoranos se despierten cada día pensando en levantar museos y cosas por el estilo que puedan llegar a atraerlos, porque no son suficientes las actuaciones locales, si no se ven apoyadas por una planificación de ámbito nacional.

Unos tanto y otros tan poco. Pero la cosa es así, mientras éstas y otras tierras se van despoblando, en otros lugares no llega a caberse, como en Baleares, donde hasta los médicos se ven incapaces de encontrar alojamiento adaptado a sus posibilidades económicas. Se ha llegado a perder la brújula del control del turismo, porque los sucesivos gobiernos se han acostumbrado a escuchar voces arrastradas y cóncavas que no conducen a ninguna parte; de manera que, mientras en Cataluña, Baleares y el País Vasco quieren enviar a los turistas con la música a otra parte, en otros lugares los estamos esperando "con las señoras emperifolladas como para una fiesta y los hombres con sus trajes oscuros, las gorras puestas y los zapatos lustrados", que decía Vargas Llosa en "El sueño del celta".