Tengo colgadas del techo de un pequeño museo rural dos cintas atrapamoscas, saturadas ya de estos impertinentes dípteros que rondaban antes con funesta insolencia entre mi cabeza, las orejas, la frente, la nariz, los brazos y la pantalla del ordenador. No son las moscas cojoneras, que han dado mucho de sí como metáfora para designar a incordiantes de toda ralea, ni las perreras, ni las jamoneras, ni las burreras, sino las comunes, "inevitables, golosas, vulgares", que evocaban "todas las cosas" a Antonio Machado.

También a la mosca común se alude para apelar a la prudencia en el hablar, ya que "en boca cerrada no entran moscas". Como algunos refranes, existe también la réplica: "Y en boca que tenga mella, si entra una mosca allá ella". No conozco alegato contra el refrán: "Cuando el diablo no tiene nada que hacer, espanta las moscas con el rabo".

Estas moscas comunes zumban con desfachatez y persistencia y se asemejan a los "puñeteros insectos" que tanto agobiaron en Madrid al filólogo y poeta Dámaso Alonso. No le hago ascos a moscas, moscardones y mosquitos, porque ya en mi infancia menudearon por corrales y cuadras, junto a olores intensos de boñigas, cagajones, gallinazas y defecaciones humanas que enriquecían los muladares en el corral de mi casa natal. Este estiércol acababa en los muladares a las afueras del pueblo y se utilizaban para abonar las tierras en otoño, antes de la irrupción de los nitratos y de los abonos químicos. Por eso, en Pajares de la Lampreana a los muladares se les llamó siempre "muradales", porque estaban fuera del muro o recinto urbano; así se llamó originariamente en castellano, pero se hizo después una metátesis con escaso rigor semántico.

Creo que con el atrapamoscas no incurro en ningún vil atentado contra unos insectos tan engorrosos, entre otras razones porque estas tiras pegajosas las compré en un comercio de Zamora. Ignoro si las moscas mueren sin dolor y si perecen con más angustia que bajo los efectos del flit o con el certero mamporro de esos artilugios que tienen en un extremo la forma de una mano. Mi padre usaba asiduamente este matamoscas manual. Lo mismo despanzurraba las moscas sobre el hule de la mesa camilla que sobre paredes encaladas, a pesar de las protestas de mi madre, que solía limpiar los restos de la matanza con paciente resignación.

Era muy ecológico y animalescamente más correcto el uso de una planta llamada en Pajares "oreja de liebre", que Font Quer denomina cinoglosa (Cynoglosum officinale). Se colgaba de un machón un ramo de esta planta y las moscas acudían a él atraídas por su aroma; allí mismo defecaban y copulaban sin ningún pudor. La "oreja de liebre" no les causaba ningún daño, pero las moscas dejaban de zumbar e incordiar a las personas. Me consta que en otros pueblos castellanos usan la cinoglosa y otras plantas con el mismo propósito.

Por lo general, en la actual época estival hay menos moscas que antaño, debido a la escasez de animales y de materia orgánica en las casas de los pueblos. Sin embargo y a pesar de que viven menos de un mes, las moscas son muy prolíficas y suelen poner unos 8.000 huevos. Durante un verano viven entre diez y doce generaciones de moscas. Existe la creencia de que en un solo día los piojos son abuelos, pero no es verdad: una ninfa de piojo es adulta a los 15 días.

Sin duda, ya que existen, las moscas cumplirán alguna función beneficiosa para el ecosistema en que habitan, como todo bicho viviente; pero a los humanos nos agobian con su descaro e impertinencia. Por eso, la guerra contra ellas con unos u otros artefactos es un acto de legítima defensa. Confieso que no me apiado de ellas cuando las veo pegadas a las cintas atrapamoscas.