No sé si el futbolista brasileño Neymar tiene las piernas de oro, pero los 222 millones de euros que se dice que se han pagado por su traspaso se me antojan una suma indecente.

Indecente porque se me ocurre pensar cuántas escuelas, cuántos hospitales y puestos de trabajo podrían crearse, cuántos millones de bocas hambrientas alimentarse con ese dinero.

Para colmo el traspaso no dejará, según hemos leído, ni un duro al fisco porque la Hacienda española cambió hace un año de criterio en lo relativo a las cláusulas de recisión. El Barça cobrará el dinero y no tendrá que tributar por él.

Alguien aficionado a las comparaciones ha escrito que con el dinero gastado en Neymar habría podido comprarse 39 Maradonas, 24 Baggios, 4 Zidanes. Cuántos Neymars podrían haberse pagado con futuros fichajes.

De un bello deporte, como es sin duda el fútbol, se ha hecho un negocio asqueroso, dominado por un puñado de clubes que no dudan en gastar lo que sea en la contratación de unas cuantas estrellas.

El fútbol profesional está cada vez más en manos de oligarcas rusos o príncipes árabes que no saben ya qué hacer con sus petrodólares y a quienes lo único que les importa es ganar con ellos trofeos con los que luego adornarse en casa y fuera de ella.

Quien ha pagado esos 222 millones de dólares para llevar al brasileño del Barcelona al Paris Saint-Germain es el emir qatarí Tamim bin Hamad al-Thani a través del fondo soberano de su país, propietario mayoritario del club parisino.

Un país al que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y, colmo de los colmos, Arabia Saudí, acusan de financiar el terrorismo y que con un fichaje como ése trata de limpiar su imagen.

Fútbol y política: sin duda un buen tema para discutir. Y añádase a todo la corrupción rampante a todos los niveles de ese deporte.

Definitivamente el fútbol no es ni la sombra de lo que era. Aunque no hay nada mejor para distraer de los auténticos problemas de la gente.