Leo que se ha inaugurado en Londres una exposición con parte de los regalos que Isabel II de Inglaterra ha recibido durante los 65 años que ya dura su reinado. Muchos son de "incalculable valor" pero los organizadores de la muestra tuvieron la precaución de explicar al público que en realidad no pertenecen en propiedad a la reina sino que esta los guarda en calidad de fideicomiso en nombre de la nación y por tanto no se les aplica un valor monetario. Destacan, como curiosidad, un pisapapeles hecho con hueso de dinosaurio fosilizado que le entregó el ayuntamiento de una ciudad canadiense durante una visita que tuvo lugar en 1959; una coraza de oro precolombina aportada por un dirigente panameño y un retrato de la propia reina hecho con hojas de plátano, obsequio del presidente de Ruanda, Paul Kagame, en 2006.

Deducir cual pudo ser el objetivo de los que hicieron esos regalos, fuera de la obvia voluntad de agradar o sorprender, es una tarea imposible. Hay dos formas de afrontar el compromiso. Una romperse la cabeza tratando de acertar con algo original o que concuerde con los gustos de la persona obsequiada. Y otra, recurrir a algo convencional, una de esas cosas que no ofende ni estorba. Por ejemplo, un marco de plata para fotografías (eso sí, de Tiffany) como el que le regaló el presidente de EE UU John Kennedy rubricado con una dedicatoria. En cuestión de regalos, tan malo es pasarse como quedarse corto.

En España somos partidarios de halagar a nuestros reyes como si fueran descendientes del Gran Tamerlán. Hay ejemplos muy recientes, como el regalo del yate Fortuna (18 millones de euros) al rey Juan Carlos por un consorcio de empresarios mallorquines a razón de 600.000 euros cada uno con la excepción de una aportación publica que ofreció el presidente balear Jaume Matas (luego implicado en varios casos de corrupción) por importe de 2,7 millones. Siete años más tarde, el propio Rey, agobiado por el ambiente generalizado de corrupción de la vida institucional, renuncia a ese regalo y a otros, como dos Ferraris con que lo obsequió un jeque árabe, y propicia una reglamentación que circunscribe esa práctica a los objetos que "no superen los usos habituales de cortesía". Algunos tan disparatados como ese delirio de algunas localidades costeras de convertirse en sede de la "corte real de verano"ofreciendo terrenos e inmuebles palaciegos con cargo al erario público o induciendo una suscripción popular casi obligatoria. Tal fue el caso del Palacio de la Magdalena de Santander, de la Isla de Cortegada en Villagarcía de Arosa o del Palacio de Miramar en San Sebastián. Las dos primeras, puestas a la venta por don Juan de Borbón en los inicios de la Transición.