La despedida de los seres queridos, porque cambian de residencia, se esfuman durante una larga temporada o sencillamente porque nos abandonan físicamente para siempre, deja una huella en el alma que no se borra nunca. Lo cuento porque lo sé por propia experiencia, que será como la de tantas y tantas personas que, en alguna o tal vez en múltiples ocasiones, habrán tenido la ocasión de vivir en carne propia lo que se escribe en el inicio de esta columna. Disculpen si hoy aterrizo de esta guisa, pero la ausencia reciente de la amiga Alfonsa, que falleció el otro día en la localidad de Coreses, es un ejemplo de la importancia de los recuerdos y de las experiencias compartidas que dejan tras de sí aquellas buenas gentes que un día tuvieron que partir, y casi nunca por decisión propia, hacia un viaje de incierto destino. Quienes hayan vivido estas experiencias saben muy bien que este tipo de recuerdos son, casi siempre, imperecederos, de lo cual me alegro.

En mi caso, la ausencia física de mis padres, fallecidos no hace muchos años, me acompaña siempre. Raro es el día que sus presencias no aterrizan. Aparecen como por parte de magia, sin buscarlas intencionadamente. Cuando esto sucede, a veces me pongo a recordar con ellos alguna situación relacionada con lo que esté haciendo en ese momento, ya sea cortando unas hierbas en el huerto, recorriendo no sé qué caminos o viendo las estrellas a la luz de la luna. Otras veces hasta mantengo alguna conversación imaginaria con los ausentes, que están, ¡quién lo diría!, bien presentes. Sé que estas cosas suele sucederles también a muchas personas, lo cual me tranquiliza. Por tanto, si algún experto en terapias de la mente ha anotado mi nombre y desea ensayar algún método que me obligue a cambiar un comportamiento supuestamente raro, que se olvide. Aunque algunos se empeñen en calificar las conversaciones con los ausentes de conductas atípicas y, por consiguiente, estén deseosos de ponerte en la antesala de la consulta del especialista de turno, conmigo la llevan clara.

La ausencia y los recuerdos con ella asociados son elementos que nos hacen muy humanos, de lo cual me alegro, porque los rasgos de humanidad, que algunos valoramos tanto en los demás y a veces hasta los demás en uno mismo, es la fuerza que nos ayuda a mantenernos vivos. Y todo esto, ¡vaya por Dios!, porque la amiga Alfonsa nos abandonó el otro día. Se ha ido pero la sigo viendo cuando me cruzo con una higuera, porque ella, siempre que pudo, compartía con mi familia los higos de su higuera; cuando paseo por el camino que conduce a Fresno de la Ribera, porque en muchas ocasiones ella se dirigía a la viña, que sigue estando ahí, o cuando llamaba a mi puerta y simplemente decía hola y preguntaba qué tal estábamos. Estos pequeños detalles, tan aparentemente nimios e insignificantes, se convierten en muy relevantes cuando los ausentes dejan de caminar contigo. De ellos quedan, sin embargo, los recuerdos, que nos mantienen atados, para siempre, a la vida que se ha compartido con quien decide irse, a veces sin quererlo, hacia un incierto destino.