Difícilmente coexisten en el mundo dos biotipos tan diferentes como Trump y Putin. Indiscreto, lenguaraz e ignorante el americano; taimado, sibilino y mendaz el ruso. Entregado el primero a la publicidad exhibicionista y al tráfico de influencias desde la última planta de su torre neoyorkina. Marcado a fuego el segundo por los secretos e intrigas de las catacumbas del KGB, donde profesó en espionaje antes y durante su irresistible toma del poder postsoviético. Decidido el magnate a restaurar la primacía mundial de su América ultracapitalista, cerrar fronteras, sabotear los grandes pactos de comercio y reírse del riesgo letal del cambio climático. Y obsesionado el ex-agente por reconstruir el imperio centrifugado con la liquidación de la URSS en 1989, cuando los ciudadanos del mundo libre fuimos aún más libres viendo caer el muro de Berlín.

Dos psicologías tan antitéticas mandando en regiones que vivieron enfrentadas por la política de bloques (dicho de otra manera, el reparto del mundo sobre los filos cortantes de la guerra fría), parecían predestinadas al conflicto permanente. Sin embargo, parecen entenderse mejor que sus predecesores. El follón de las confidencias contra Hillary Clinton, conseguidas por los hackers rusos y supuestamente entregadas al hijo mayor, el yerno y el jefe de campaña de Trump, verifica que era éste el candidato preferido por Putin. Al omnímodo ruso le trae al fresco el escándalo que en EEUU, una democracia en la que ningún poder es omnímodo, puede degenerar en causa de destitución de Trump.

Pero a Trump le importa mucho. La conversación secreta de ambos durante la cumbre del G20 en Hamburgo, probablemente iba de esa implicación de la actual Casa Blanca en un manejo tan sucio y torticero como controlado por el líder del teóricamente mayor enemigo de los Estados Unidos, que sabe mucho de esas tácticas y del precio que por ellas pueden pagar los afectados. A saber cuál será este precio. Por suerte, los grandes medios de comunicación norteamericanos demuestran cada día que saben mucho más de lo que Trump quisiera, así como su independencia de un mandatario que se ha creído la fiabilidad del Twitter y, gracias a ella, es el presidente USA en ejercicio con menor valoración social de la historia, mientras que Putin goza de la más alta en su país y no tiene riesgo alguno de impeachment. Los extremos se tocan, sí, pero el provecho no parece bien repartido.