Todas las vidas humanas arrebatadas por la barbarie del terrorismo valen lo mismo. Eso es innegable. Pero también lo es que lo sucedido ahora hace 20 años con Miguel Ángel Blanco marcó un punto de inflexión no solo en el grado de repulsa de los ciudadanos en general, sino de los mismos partidos políticos en particular contra la banda ETA. El brutal secuestro y asesinato del concejal de Ermua nos lanzó a la calle a todos los demócratas y nos quitó el miedo a gritar más alto que nunca: ¡basta ya! Aquellas angustiosas 48 horas de julio de 1997 removieron muchas conciencias y nos unieron de manera infranqueable contra los terroristas y contra quienes les apoyaban y dan amparo.

Todo ese triste episodio forma parte para siempre de la historia de este país y, muy especialmente, de su abnegada lucha por las libertades. Por esa misma razón no tiene un pase que el nombre de Miguel Ángel Blanco forme parte de polémicas estériles y se trate de politizar cuando solo con pronunciarlo deberíamos pensar en que todos somos, de un modo u otro, víctimas del terrorismo. No se puede, como ha hecho la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, anteponer una supuesta igualdad de trato entre las víctimas de la sinrazón para evitar el homenaje de la casa de todos los vecinos de una ciudad, que es lo que es un ayuntamiento, a quien se identifica con la movilización unánime de un pueblo. Las cerca de mil víctimas del terrorismo etarra, todas ellas, merecen el mismo respeto y nuestro sentido homenaje cada día, cada minuto. Y haciéndolo de forma especial con uno de ellos, con quien precisamente encarna el fin del miedo a los que se esconden tras el pasamontañas, es hacerlo también con todos y cada uno de ellos. Lo peor siempre ha sido y es invocar a las víctimas del terrorismo en estrategias partidistas que únicamente conducen a fortalecer a los cobardes y a quienes, curiosamente, la democracia que odian les permite defender su ideología, incluso en parlamentos y ayuntamientos.