Los niños de la posguerra, que fue igual de dura y difícil para los vencidos como para los vencedores, aun recordamos sin ningún esfuerzo de memoria, lo que se comía por aquel entonces, años de racionamiento en un país derrumbado y deprimido que se las tenía que valer por si mismo. Y resulta que aunque fuese en poca cantidad - la obesidad era solo cosa de ricos - , la dieta se aproximaba, a la fuerza, a la tan alabada y venerada dieta mediterránea, a base de productos de la tierra, legumbres y hortalizas, lo que había y más bien poco y contado: garbanzos diarios en el cocido, lentejas, alubias, patatas, berzas, lechugas y fruta. Con las proteínas ya la cosa variaba, aunque siempre quedaba recurrir, cuando se podía, a los pescados, que España es tierra costera. O sea, que se iba tirando, y el hecho de que hoy día vivan tantas personas mayores y muy mayores demuestra que aquella generación no se crío con tantas carencias, o que la necesidad hace más fuerte.

Con el paso del tiempo, o con el paso de la humanidad por el tiempo, el afán por la salud, por lo saludable, se ha hecho más vivo y notorio que nunca, y da buena fe de ello el hecho incontestable de que se ha conseguido casi doblar la esperanza de los años de vida. A ello ha contribuido sobre todo, aun reconociendo la bondad de los productos naturales, los grandes avances médicos y farmacéuticos fruto de profundos trabajos especializados. Aunque todavía falte tanto por descubrir y por hacer, enfermedades por vencer. Sólo que ese deseo natural de aferrarse a lo sano se ha convertido de pleno en un fácil recurso comercial tan abundante que produce sospechas pues se estima que en muchos de los casos no es otra cosa que un recurso al manido efecto placebo. Para que los beneficios de ciertos productos que se anuncian como infalibles y que aparecen en las estanterías de cualquier supermercado se empezasen a notar habría que tomar toneladas del mismo. Menos mal que lo mismo sucedería a efectos de posibles resultados negativos. Lo peor es que, con todo ello, ha surgido una nueva patología o paranoia que los expertos denomina ortorexia, la obsesión por comer sano y bien.

Es una obsesión paralela a la de vender. Bebidas y alimentos preparados contra el colesterol, contra los kilos de mas, contra la diabetes, contra los considerados venenos actuales como el azúcar y la sal. Teorías apoyadas, a veces, en sesudos informes atribuidos a tal o cual universidad, que no dejan de originar deudas por cuanto suelen asegurar lo contrario de lo antes afirmado o porque el patrocinador asoma la oreja. Lo último, de momento, lo del jamón ibérico de bellota, y si puede ser ecológico mejor, que no necesita de la menor propaganda, dada su suprema calidad y su aceptación universal, pese a sus astronómicos precios, y en el que además se acaban de encontrar grandes propiedades saludables, pues resulta que pese a la sal de su larga curación no solo es antihipertensivo, sino antioxidante y hasta, ya puestos, hasta antidepresivo. Lo cual se comprende muy bien, dado que es como tocar el cielo con la boca. Lo depresivo es lo que cuesta, pues esto no la paga la Seguridad Social.