Con frecuencia escuchamos la tendencia del castellano y leonés a exteriorizar cierto complejo de inferioridad en determinadas ramas del saber y el conocimiento en comparación a otros territorios españoles. Aun siendo cierto, no lo es menos que esa forma de ser y de estar tiene mucho que ver con un modelo de sociedad que ancla sus raíces en la atávica capacidad de sacrificio y hasta en la bonhomía de sus gentes, entiendo como tal la común inclinación al trabajo callado y sin estridencias. Es obvio que de todo hay, como no podía ser de otra manera, máxime cuando entre los propios ciudadanos de la Comunidad existen singularidades y diferencias culturales en función de la provincia de la que hablemos. Pero también hay rasgos comunes, y no sólo la lengua, la historia, el patrimonio o las tradiciones populares. Y uno de ellos, con toda humildad, es esa inveterada costumbre a no darnos ninguna importancia ni a valorar nuestros propios méritos, cuando, curiosamente, los hay a pares en determinadas disciplinas.

No se trata de reiterar aquí las buenas notas que obtiene Castilla y León en materias tan esenciales como la educación o la dependencia, sino de romper una lanza a favor de la ingente nómina de profesionales que, por ejemplo, atienden de una manera abnegada la sanidad pública. Ellos son los verdaderos artífices de que los recortes económicos de los últimos años casi ni se aprecien o de que los servicios especializados de nuestros hospitales sean punteros y miren por el retrovisor a los que funcionan en otros territorios en teoría más dinámicos y ricos. Sin miedo a equivocarme, podría citar varios de ellos, pero los de cardiología marcan el latido de una sanidad pública que recibe el sincero y constante reconocimiento incluso fuera de nuestras fronteras regionales. Por eso, y aunque sea por una vez, bien podríamos sacudirnos ese complejo de inferioridad y aplaudir públicamente a tantos profesionales que hacen de la sanidad de Castilla y León bandera y honra.