Cuentan que cocineros de toda la geografía nacional acudieron a preparar un guiso al rey, que inapetente, no dejaba de perder peso. Cada uno aportó alimentos tradicionales de su lugar de origen. Los pusieron en común y trabajaron todos a una. No guardaron cuenta de quién pelaba más o quién sofreía menos y de forma natural, sin mandar uno más que otro, dieron forma a un cocido que satisfizo sobremanera al monarca, que quiso saber el secreto de la receta que le había despertado de nuevo el gusto por la comida.

Uno de los participantes señaló inmediatamente que sería por la butifarra que habían traído desde su región. Calculaba que suponía casi el 20% del sabor del plato. Añadió sin rubor que las verduras del sur sesteaban en el caldo sin aportar ningún hecho diferencial y que el cupo del norte estaba sobredimensionado en su valor. Con mucho desparpajo propuso que si se volvía a dar el caso, los de su zona, independientemente del resto, se ofrecían para realizar un puchero que seguro colmaría las necesidades del soberano.

Se hizo un silencio sepulcral, que se rompió cuando el cocinero más viejo, con voz pausada, aseguró que los efectos curativos eran irrepetibles, pues en adelante faltaría el ingrediente fundamental, la hermandad.

Santiago Aragón