Nadie sabe qué pudo pasar en su cabeza pero aquella dama de provincias llamada desde niña a ser la esposa del boticario o el médico del pueblo, con futuro que se dice, dejó de hablar.

De mediana edad, alta y huesuda, tez pálida y poco peso seguía con el porte distinguido que siempre tuvo pero ahora con una elegancia añeja y tan pasada de moda que la hacía estar fuera de lugar allá donde se encontrase. Su mirada se volvió inexpresiva y los ojos se acabaron convirtiendo en dos hendiduras en las que no resplandecía nada. Ni deseos ni ambiciones ni recuerdos ni pasiones. Ningún tipo de sentimiento. Nada.

Dicen quienes la conocieron que su sentido del ridículo era en exceso acentuado, al menos durante la pubertad. Según cuentan, la obsesión por no defraudar a quienes la rodeaban se correspondía con la estricta formación que, siendo niña, recibiera en un colegio de cierta congregación autoritaria y elitista donde importaban más el aplauso y la lisonja que la propia estima.

Dicen también que tenía un carácter que la hacía parecer distante aunque su conducta siempre fuera la que podría esperarse de una dama educada y de posibles. En esto parece que no hay duda, y eso por más que con la aparición de los primeros brotes psicóticos su comportamiento se fuera deteriorando de manera irreversible hasta acabar confundiendo realidad y ficción. Justamente desde que su enamorado se marchara sin ninguna explicación.

Aquel día todos estaban preparados para el concierto. Ella también. A las siete de la tarde salió del hotel feliz y satisfecha del brazo de su amante, un forastero que la noche anterior le había jurado amor eterno en un encuentro de pasión. Cuando cogieron el taxi la orquesta afinaba los instrumentos en el escenario y su director daba las últimas instrucciones al concertino con unas partituras en la mano. Camino del teatro nada hacía presagiar la tragedia.

Yo la conocí años más tarde, cuando el derrumbe se había consumado. Todo en ella era, ya, de otra época. El cabello corto y ondulado, la botonadura hasta el cuello, el chaquetón descolorido, el camafeo. Y es que, según cuentan, su reloj se paró definitivamente en el palco que ella misma había reservado para la audición.

Comenzaba el Confutatis. Desde los primeros movimientos la interpretación estaba resultando grandiosa. Uno tras otro, del Dies irae al Recordare, los poderosos compases sobrepasaban el patio de butacas y ascendían por las plateas, brutales y apasionados, hasta las vidrieras de la parte alta. En aquel momento la suavidad hiriente de las tubas se afianzaba junto a sostenidos clarinazos mientras la melodía del Lacrimosa dies illae se diluía en acordes apenas perceptibles. El auditorio escuchaba estremecido a un Mozart desgarrado pero, más allá de la sobrecogedora belleza del Requiem, lo que realmente importa es lo acaecido a partir del Confutatis.

Sucedió que, apenas comenzado el movimiento, el forastero aquél que le jurara "amor eterno" en la suite del hotel le susurró al oído que salía al baño. La besó en la mejilla y abandonó el palco. Jamás volvió.

Dicen quienes la conocieron que a partir de aquella noche la dama dejó de hablar. Que absorta y con los labios de arrebatador "rouge" carmesí pasaba los días frente a un ventanal esperando al escurridizo amante. Que tan sólo salía de casa para asistir a los bailes que organizaba el Gran Casino, por si llegaba, y que esas noches las pasaba dando vueltas en la pista y mirando por encima del hombro, inaccesible y altiva, a la ocasional pareja. Que llenó su alcoba de espejos. Que le dio por maquillarse y comprar lencería cara.

Dicen, también, que volvió a fumar.