Se nos informó hace pocos días de que un joven propinó en Granada un puñetazo a una religiosa llamada Sor Rosario y le dijo: "Por ser monja". En desagravio, un hombre envió a Sor Rosario una carta y un ramo de flores "para compensar el disgusto", según ha declarado su superiora provincial. De todos modos, el agravio se hizo no solo a ella, sino a todas las monjas

Me ha dolido esta agresión revestida de odio, porque he visto a decenas de monjas trabajando en países africanos e iberoamericanos con las personas más pobres y marginadas. No para hacer proselitismo religioso, sino para llevarles ayuda y, sobre todo, para compartir con ellas algo tan genuinamente cristiano y humano como es el respeto, la dignidad y el aprecio.

Hay muchas maneras de ultrajar o de ofender a las monjas. En 1994, cuando se desencadenó el genocidio ruandés, la religiosa Dolores García, como portavoz de las Misioneras de Jesús, María y José, pidió ayuda al Ministerio español de Asuntos Exteriores para que protegiera a las religiosas españolas que trabajaban en la zona. El alto funcionario español que la atendió le contestó que buscaran refugio en las embajadas extranjeras y le espetó: "No podemos estar buscando monjas por la selva". La religiosa confesó entonces: "La respuesta fue tan dolorosa que sentí vergüenza de mi patria". El entonces ministro de Asuntos Exteriores, Javier Solana, pidió disculpas.

Afortunadamente, la situación cambió a raíz de la desdichada declaración del funcionario. Lo pude comprobar después de 1994 en mis viajes por varios países africanos. Hablé con algunos embajadores españoles; no solo apoyaban el magnífico trabajo de los misioneros, sino que también se sentían orgullosos de ellos y del buen nombre que daban a España. En algunos países africanos más del 80 por ciento de los ciudadanos españoles eran -y siguen siendo- misioneros.

Una de las monjas que más me impresionó es la zamorana María Mayo. Conocí a esta religiosa de la congregación de las Dominicas de Granada en Kinshasa, capital de la República Democrática de Congo -entonces Zaire-, en el verano de 1996. Tenía 46 años y sabía mucho de situaciones de pobreza y de marginación. Antes de ir al Congo estuvo trabajando doce años en Colombia. Estaba licenciada en Pedagogía, en Teología y en Ciencias Religiosas.

Los niños la llamaban cariñosamente Maser Matema, que en lingala quiere decir "Hermana Corazón". La Hna. María estaba contenta con este apodo. Y más cuando un día se le acercó una joven de catorce años y le dijo: Pesa ngai ndambo na mondele, que en lingala significa: "Dame un poco de tu blanco". Me aseguró la Hna. María: "Antes podía tomarlo como la manifestación de cierto complejo, porque para los africanos los blancos somos una especie de personas todopoderosas, ricas, eficaces, listas y muchas cosas más. Pero sé que me lo dijo con cariño, para expresar admiración por mi entrega y porque los apreciamos por lo que son".

Ese mismo año visité a las afueras de Kinshasa la cárcel de Makala. Me llevó allí la Hna. Nuria Sánchez, misionera española del Sagrado Corazón. Nada más entrar en la cárcel, me presentó al director adjunto, Adolph Nzenze, quien nos dijo afablemente: "Podéis ver todo lo que queráis". La Hna. Nuria llevaba ya una veintena de años atendiendo a los presos de Makala con dos actividades específicas: ayudar en el dispensario para curar a los enfermos y desempolvar los papeles, cuando los había, de las causas pendientes. Me aseguró que fue muy duro trabajar con los jueces, pero que lograron resolver decenas de casos. Al salir de la cárcel de Makala, el Sr. Nzenze me comentó, mientras sujetaba mi mano con fuerza: "Mamá Nuria es la luz que ilumina nuestra ceguera".

Los ejemplos de María Mayo y de Nuria Sánchez no son casos aislados. Hay miles de monjas en los cinco continentes comprometidas con la causa de los más desfavorecidos. "Por ser monjas" las valoramos y queremos, porque con ellas el mundo es más justo y más humano.