En inglés "Earth, wind and fire" es el nombre del grupo cuya música, acompaña y da forma a la escritura de hoy sobre una escena terrible, grabada en mi mente, quizás para siempre (ese relativo siempre que es la vida). Fueron unos interminables minutos, hace unos cuantos años, regresando desde el Atlántico, cruzando el corazón de Portugal, hacia España cuando bien entrada la oscuridad, en una noche de verano, sin más luna que la que me protegía dentro de mi coche, ni más compañía que la música y el lento fluir del pensamiento, no vivieron mis ojos el sueño de Shakespeare, sino la pesadilla de Dante.

De repente el sinuoso horizonte comenzó a clarear y enseguida los perfiles de lomas, colinas y montañas se dibujaron en toda la gama de rojos, naranjas y amarillos. Como si de las fauces de un terrible dragón se tratara, sentí cómo me adentraba en el infierno que, a un lado y otro de la protectora autopista, comenzó a llenarlo todo. Grandes lenguas de fuego titilaban a lo lejos o bailaban cerca y a la vista, soberbias y sobrenaturales, sobre miles de árboles sometidos a la definitiva tortura o sobre los restos de aquellos que ya habían doblado su rodilla y sucumbido al despiadado empuje de las llamas.

Como lo harían, ocultas en el corazón de aquel averno, sobre toda criatura viviente que encontrase el fuego a su paso. Polvo eres y en polvo te convertirás. Vida, materia, agua, todo reduciéndose a cenizas. Nunca como esa noche sentí el acre olor de la destrucción y la muerte ocupando átomo a átomo, tiempo y espacio. Impregnando el aire, cubriendo el cielo, fulminando el oxígeno y transformándolo en el azufre con el que Belcebú perfuma el alma del malvado. En este código binario que rige el mundo, lo más bello puede engendrar lo más horrendo. El fuego como el mar contienen en su misma esencia la inabarcable belleza de lo inmutable y a cada segundo distinto.

Se puede pasar un día entero contemplando las olas rompiendo contra el zócalo costero o las llamas envolviendo u tronco en la chimenea hasta que absorben su esencia y su materia. Cada llama, como cada ola, se extingue en sí misma, en tanto el tronco resiste, pero al fin del empuje éste fenece y es -repetida paradoja- en el triunfo absoluto donde el propio fuego encuentra su muerte.

Si la caja de Pandora fuera de cristal, la contemplación de los vientos que contiene sería, sin duda, espectacularmente bella, pero ya sabemos que si la caja se abre, la destrucción no tiene límite ni conoce frontera. En la semana de la noche de San Juan y de las hogueras que de antiguo la acompañan, hemos conocido el terror del fuego destructor de plantas, animales y vidas humanas en los ricos bosques portugueses. Lo hemos percibido como pira funeraria en un edificio en Londres, convertido en antorcha ritual. Lo hemos contemplado, en analogía lingüística, en la boca del arma que abre fuego para matar a quemarropa a un hombre en Venezuela. Lo hemos vuelto a sentir en manos de totalitarios atacando la capilla de una universidad. Tierra, viento y fuego.

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