Los recientes ciberataques a las redes informáticas nos han alertado de que vivimos en una fortaleza tecnológica demasiado vulnerable y que el poder de las "máquinas inteligentes" es bastante más precario e inseguro de lo deseable. Por ahora, las dianas de los "hacker", piratas o delincuentes informáticos son los ordenadores de las grandes compañías y de los propios estados. Virus cada vez más potentes atacarán nuestros propios ordenadores caseros y hasta los móviles, que resultan ya imprescindibles para la mayor parte de los habitantes del planeta. Hace dos años se nos informó que había registradas 7.300 millones de suscripciones a móviles, tantas como la población mundial.

Lo de los móviles no es ninguna broma. Cada vez más personas los emplean para conectarse a Internet, ver vídeos, leer, hacer compras y pagos, como adquirir billetes de tren, avión, etc. La inmensa mayoría de los ciudadanos, sobre todo los más jóvenes, los usan habitualmente y hasta de modo compulsivo para comunicarse con otras personas. No sé los miles de millones de palabras que pronuncian a diario en los móviles centenares de millones de personas en todos los países del mundo. Los mismos pastores masái de Kenia, que hasta no hace muchos años llevaban consigo una lanza y un transistor, van ahora provistos con un fusil y un móvil para apacentar y vigilar su ganado de vacas y de cabras.

Es probable que los sociólogos opinen que nunca se habló tanto de modo tan insustancial. Es un juicio de valor respetable, pero no va a frenar el uso de los móviles, ni siquiera a pesar de que ya sabemos que están fabricados con componentes manchados con la sangre de quienes controlan la explotación del coltán (acrónimo de culombio y tántalo) en el noreste de la República Democrática de Congo. Tampoco se le hicieron ascos al consumo de azúcar y maíz cultivados por esclavos antes de la abolición de la esclavitud, hace menos de doscientos años.

Todas las revoluciones sociales y económicas se han impuesto dejando atrás muchas miserias y cadáveres; pero se produjeron en tiempos relativamente largos. El problema ahora es que los cambios son tan acelerados que no da tiempo a asimilarlos, no solo porque llevan en sí el gusano de lo caduco a muy corto plazo, la llamada obsolescencia programada, sino también porque engullen a la población de mediana edad o la derivan a los albergues de una vejez prematura.

Sería una insensatez añorar el ábaco y destruir las calculadoras electrónicas; pero no se puede fiar todo a la tecnología y al progreso indefinido, máxime si este conlleva acogotar los ritmos del ser humano y de la propia naturaleza. Esta clase de progreso favorece que cada vez menos personas posean más, a costa de que más gente tenga menos. Un desarrollo y una economía que no estén al servicio de la mayoría de la población es una gran estafa, por no decir rapacería.

No se puede detener el progreso. Pero, de todos modos, la fragilidad de los sistemas informáticos es un aviso de que quizás navegamos demasiado deprisa por el proceloso mar de la prosperidad material. Tan deprisa que se van dejando excesivos pelos en la gatera, tantos que algunos desalmados de profesión los detectan para seguir el rastro de los incautos felinos y cazarlos a placer. He aquí la paradoja de los vigilantes vigilados. Ni al sagaz utilitarista británico Jeremy Bentham se le pasó por la mollera cuando diseñó el ambicioso proyecto carcelario panóptico, el ojo que todo lo ve.