Versiono el título de uno de los libros de un conocido politólogo para plantear una reflexión acerca de cómo los medios de comunicación -especialmente la televisión- están influyendo en nuestra forma de ser y probablemente limitando nuestras posibilidades de acción y pensamiento. Es habitual escuchar que tenemos la televisión que merecemos, pero ¿nuestra televisión es así porque nosotros somos como somos? o ¿somos así por la televisión que recibe nuestro cerebro a lo largo de nuestra vida? Probablemente la realidad no sea ni una ni otra, sino que se acerque más al concepto de círculo vicioso.

La vista nos proporciona la experiencia más palpable de la realidad y es lo que nos lleva a identificar lo que emite la televisión con la verdad. De ahí, seguramente, su importancia en la creación de corrientes de opinión por un lado y en el impacto en el tiempo libre de las personas por otro.

Pero uno de los rasgos más preocupantes en los medios de comunicación es la violencia. Y no me refiero únicamente a la emisión constante de imágenes explícitas, recreadas o reales, de guerras y desgracias. Violencia también es faltar a la verdad o manipularla para conseguir determinado efecto en el receptor ("y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres"), violencia es la selección de contenidos con criterios interesados y violencia es buscar constantemente la emoción rápida y pasajera en lugar de la reflexión que se construye poco a poco.

Violencia es, finalmente, la tibieza con la que observamos el anuncio de un producto lujoso y, a renglón seguido, la foto del último bombardeo en Siria. El Evangelio nos habla de hombres y mujeres que supieron mirar con otros ojos, que ante la fuerza del poder -en este caso en forma de medios que crean crispación y adormecen el espíritu crítico- aprendieron a mirar más allá, acogiendo la fragilidad y las imperfecciones del otro, para salir a buscar la Verdad y la justicia.