El martes, el Congreso se llenó de voces y clamores justicieros. Fuegos de artificio para que todo el mundo sepa el enfado de sus señorías con la intromisión del Ejecutivo en el trabajo de los tribunales. Todos los grupos de la Cámara apoyaron la reprobación del ministro de Justicia, del fiscal general y de su subordinado, el de Anticorrupción, a los que acusan de "obstaculizar la acción de la Justicia en las causas judiciales por delitos relacionados con la corrupción". Dicen que Catalá promovió la salida de la anterior fiscal general, Consuelo Madrigal, por no ceder a las presiones el Gobierno; que se interesó por la suerte del expresidente de la comunidad de Madrid, Ignacio González, hoy encarcelado; que Maza apartó a dos fiscales del caso 3% en Cataluña y que nombró a Moix a sabiendas de que era el deseado por los imputados de la Púnica; y que Moix trató de obstaculizar la investigación de la Operación Lezo, para no perjudicar a cargos del PP investigados. Los 207 diputados que aportaron su voto a la moción presentada por el PSOE pretendían que Rajoy cesara a Catalá, Maza y Moix, para que resplandeciera la independencia judicial, lastrada por la dependencia política que los últimos acontecimientos supuestamente desvelan.

El presidente del Gobierno respondió el miércoles que los tres reprobados cuentan con su "plena confianza" y pidió al portavoz del PSOE, Antonio Hernando, que "no haga perder el tiempo a la Cámara", con una moción de causa partidista. "Espero que el domingo 21 llegue su Pentecostés", le espetó con sorna en referencia a la falta de unidad y liderazgo que afecta a su partido.

Pero más allá de esa posible causa espuria, debemos pensar que sus promotores buscaban demostrar al Gobierno y a la opinión pública que a la mayoría de los diputados no les gusta el comportamiento del ministro de Justicia, ni del fiscal general y su jefe de Anticorrupción. Una redundancia política, pues tanto el Gobierno como la opinión pública lo saben, y un absurdo legal, pues sus promotores no ignoran que la reprobación de ministros y fiscales no existe en nuestro ordenamiento jurídico. Aunque de haberlo conseguido, más que redimir la independencia judicial del Ejecutivo, hubieran logrado su ratificación.

Más pragmático estuvo Rivera, que aprovechó la ocasión para recordarle al presidente su compromiso con el fin de los aforamientos que firmó para su investidura. "No tenga miedo a perder el aforamiento, actúe", le dijo. Pero del mismo modo que a Hernando, Rajoy lo ha despachado con derroche de farol al aconsejarle que deje de "dar la lata con el pasado" y mire al futuro con ánimo constructivo. Como si ese futuro pudiera construirse sobre el pútrido pantano de la corrupción.

En el espinoso asunto de los aforamientos uno tiene la sensación de que se enfrentan dos concepciones antagónicas sobre el significado de la responsabilidad y la transparencia del gobernante, que unos entienden absolutas y otros tamizadas por la prudencia. Me dice un buen amigo, veterano popular, que antes habría que suprimir las puertas giratorias, porque más allá de la reforma del CGPJ y del Estatuto Fiscal, el pago por los servicios prestados sería una tentación contra la imparcialidad de jueces y magistrados, como ya podemos observar. "En lugar de podar la copa, habría que cortar las raíces -me dice-. Lo contrario es empezar la casa por el tejado". Y yo me muestro de acuerdo con su certera propuesta, aunque le replico que a la espera de secar el venero del exuberante árbol de la corrupción no estaría mal ir segando sus ramas más prósperas, para que la aviesa sombra que cobija a los corruptos deje de protegerlos.

Si el PP teme que al suprimir los aforamientos y no limitar la acción popular sus adversarios intentarán ganarle en los tribunales lo que perdieron en las urnas, habrá que inferir que o bien no cree en la imparcialidad de los jueces o sospecha de la mala conducta de sus dirigentes. Y si se niega a cumplir la eliminación de los aforamientos y a separar del cargo a los gobernantes imputados por corrupción, con la excusa de una reforma más profunda como parece pretender con la Subcomisión para una Estrategia Nacional de Justicia, sugiere que no le asiste la menor intención de regeneración democrática y que sus pactos son, en el mejor de los casos, papel mojado, y en el peor, estrategias para la conservación del poder. "Una nube de humo para ocultar las verdades intenciones", como con tanta agudeza expone Greene en su Tercera Ley del Poder.