Las romerías se presentan ante nuestros ojos como una construcción perfecta y magnífica que evidencia la triple dimensión insoslayable del ser humano. La llegada de la primavera pone de relieve la estrecha relación del hombre con la Naturaleza. Es, sin duda, uno de los momentos álgidos de esa relación que nadie se atrevería a negar en nuestros días. La versión actualizada de esta simbiosis se evidencia claramente en la proliferación, en nuestro ámbito, de lo que conocemos como "romerías". Quizás algunos estuvieran tentados de verlas como residuos atávicos de tiempos superados. Consideramos, sin embargo, que -analizadas en profundidad- las romerías constituyen una joya de valor incalculable como expresión y metáfora sublime de la más honda antropología.

Las referencias que podemos vislumbrar, referidas a los inicios del ser humano sobre el planeta, nos hablan ya de ritos festivos y gozosos de aquellas comunidades primigenias ante la eclosión anual de la vida en todos los ámbitos. En todas las culturas que se han ido creando y sucediendo, desde aquellos lejanos albores, resulta fácil rastrear este momento de alegría y comunión entre el ser humano y el medio en que desarrolla su existencia. De ahí que su primera nota distintiva sea el ámbito rural o campestre. El escenario idóneo para la celebración no es el interior de las casas, ni siquiera los poblados o ciudades; sino el campo abierto donde la naturaleza muestra su genuino esplendor.

Por otro lado, las romerías proclaman también la relación del ser humano con los semejantes, con la comunidad a la que pertenece. No sería comprensible una celebración de este tipo de manera individualizada, ni siquiera circunscrita al reducido ámbito familiar o de clan. Compartir la alegría, el juego y los alimentos constituye la segunda nota intrínseca de lo que merezca llamarse "romería". Lo que la hace distinta. De hecho, cuando el individualismo se impone en su celebración, esta languidece o -lo que es peor- queda abocada a la desaparición. Símbolo de esta dimensión comunitaria es "el Pendón" que encarna y enarbola las experiencias y los sentimientos comunitarios del grupo. Por eso su segundo atributo es el de celebración grupal. La llegada del cristianismo asume y transforma muchas de estas celebraciones, recargándolas -y enriqueciéndolas- de contenido religioso y transcendente. La Pascua, la Resurrección de Cristo, tiene lugar precisamente en este momento. Y en torno a este dato, clave de bóveda para el cristianismo, se sitúan los festejos primaverales a que nos venimos refiriendo. Siempre dentro de las conjeturas, es muy posible que el pueblo cristiano aprovechara desde el principio esta cita anual preexistente para dar rienda suelta a la alegría interior y exterior que emana del hecho metahistórico de la Resurrección de Cristo. Y procesiona -como místicos pendones- las imágenes de Cristo y de su Santísima Madre, la humilde esclava de Nazaret a quien todas las generaciones proclamarán Bienaventurada. No es casual que, por lo general, las romerías pascuales se celebren a la sombra de ermitas o santuarios dedicados o bien al Redentor o bien a su Madre bajo distintas advocaciones.

Las romerías, en conclusión, se presentan ante nuestros ojos como una construcción perfecta y magnífica -digna de ser elogiada y reivindicada- que evidencia la triple dimensión insoslayable del ser humano: a) como parte de la Naturaleza en la que se enraíza, b) de la comunidad en la que se desarrolla y c) de la trascendencia a la que aspira.

Andrés Domínguez Cabezón