Francia ha elegido a un hombre sin partido (o casi). Macron, del que nadie tenía noticia hace un par de años, se convierte así en el nuevo presidente gaullista de un país que aprecia a los políticos de carácter enérgico y a la vez galante. Si acaso, Macron rompe con la tradición mujeriega de sus predecesores; pero es que aún no se ha estrenado en el mando y quién sabe lo que puede suceder.

Estas cosas pasan en Francia, que es república coronada y viene adoptando formas monárquicas desde los tiempos de Napoleón. Con De Gaulle la cosa se hizo más visible. Inventó una república a la medida de sus ilusiones de grandeza y la dotó de una presidencia con rasgos imperiales, solo que sin imperio en el que apoyarse.

Lo bueno del sistema es que el pueblo elige directamente a su Jefe de Estado y, además, a doble vuelta. Lo mismo ocurre con los diputados, a los que se elige en otra tanda. A veces no coinciden el partido del presidente y el mayoritario en la Asamblea, pequeño gaje que los franceses solventan con la fórmula de la "cohabitación".

La comparación con España resulta un poco descorazonadora. Aquí no se elige al Jefe del Estado, por razones obvias; tampoco el ciudadano tiene la posibilidad de votar directamente al presidente del Gobierno. El elector se limita a asignar su papeleta a una lista cerrada de candidatos para que estos, a su vez, escojan al jefe del Consejo de Ministros.

Un sistema como el francés, en cambio, favorece al individuo y da un plus a los gobernantes con fuerte personalidad. Cuestión de veteranía. Aquí no pasamos aún de la segunda república, mientras nuestros vecinos van ya por la quinta, que fue un traje a medida que De Gaulle se hizo a sí mismo, hace ahora medio siglo. Militar a fin de cuentas, el líder de la Francia Libre frente a Hitler diseñó un Estado semipresidencialista en el que el presidente disfruta de amplios poderes ejecutivos, nombra al primer ministro y puede disolver la Asamblea Nacional cuando le pete. La consecuencia lógica es que todos los que sucedieron a De Gaulle acabaron por profesar el gaullismo. Desde el liberal Pompidou al socialista Mitterrand, hasta desembocar en los rijosos Sarkozy y Hollande, los presidentes franceses han militado sin excepción en esa curiosa ideología que combina la "grandeur", el amor a los epatantes monumentos y una no pequeña dosis de nacionalismo sazonada con gotas de chovinismo.

Macron cumple en apariencia los requisitos establecidos por De Gaulle para gobernar el país al modo napoleónico. Le falta, cierto es, un partido en el que apoyarse; pero ese es impedimento menor cuando uno tiene el poder, como bien sabemos en España por la UCD que Adolfo Suárez montó desde el Gobierno. El caso es que Francia sigue eligiendo presidentes como Dios y De Gaulle mandan.