Las ciudades son como las sentimos. Modelada con arcilla y esculpida, en parte, la mía es áspera, ruda y sin memoria. Decadente. Introvertida y escéptica. En exceso amurallada. Minúscula. Apasionada. Arrogante en ocasiones. Fiel a las tradiciones sea cual fuere la semblanza. Desesperante a veces. Sencilla. De común, ingenua. Sobria. Milenaria. Con demasiada frecuencia un tanto cicatera con sus gentes y cercana.

Todo eso y también, quién lo diría de una ciudad que parece no alcanzara a ver más allá del horizonte que la circunda, un tanto "peliculera". Hecho sorprendente, sin duda, en los pueblos que acostumbran ahuyentar sus males con letanías y golpes de contrición pero en nuestro caso no tan extraño como a primera vista pudiera parecer. Y es que, allá por la década de los 60 del siglo pasado las más rutilantes estrellas de Hollywood anduvieron por aquí. Llegaron de improviso y, durante un tiempo, hicieron suyas estas calles y plazas que aún olían a grano y a leña recién cortada.

En aquellos días, hubo quienes vieron a Marilyn Monroe de "vinos" por los Herreros y a Brigitte Bardot observando con curiosidad el escaparate de una relojería que había en mitad de la Costanilla. Hay quien dice, incluso, haberse cruzado con Raquel Welch en la Plaza del Fresco y quien ver salir de la confitería del señor Enrique, en la Rúa de los Notarios, a Sopfía Loren con un paquete de rosquillas en la mano.

Elizabeth Taylor. Romy Schneider, Natalie Wood o Katharine Hepburn, por citar algunas. Era habitual encontrarlas callejeando por el casco antiguo o en Ventura degustando unas agujas. Pero no sólo las divas. Algunos fueron testigos de cómo Charlton Heston, un Jueves Santo, se quitaba el capirucho en el atrio de la Catedral para tomar unas sopas de ajo junto a Jhon Wayne a la vera del Ecce Homo.

Contaba, entonces, la ciudad con cinco salas de cine. Teatro Principal, Ramos Carrión, Barrueco, Arias Gonzalo e Imperial, todas perfectamente equipadas. Una época, aquélla, dorada para la cinematografía. Recuerdo las tardes de "sesión continua" y las largas colas que se formaban en taquilla los domingos. Sucede que, en un tiempo de restricciones y consignas más o menos veladas, de prejuicios e intolerancia, a cambio de unas monedas podías pasar un par de horas cómodamente instalado junto a tu novia y, con la complicidad de la penumbra, encontrar intimidad en la parte trasera del patio de butacas.

En el fondo, aquellas proyecciones eran una forma de evasión. Una ficción que nos transportaba a mundos alucinantes y que duraba, justamente, lo que tardaba en volver a la sala el encendido del fluido eléctrico.

Conozco a alguien que jura haber conocido entonces a la maravillosa Gilda. Acababan de estrenar la película en el Teatro Principal y resulta que, según dice, bajando cierto día por Santa Clara camino de la calle La Reina al doblar la esquina de Renova se dio de bruces con ella. ¡Allí estaba! La mismísima Rita Hayworth con su melena seductora y unos larguísimos guantes negros fumando un cigarrillo bajo los soportales de la Plaza Mayor.

Eso fue lo que ocurrió. Al menos, así lo cuenta. Es difícil de creer, sin embargo, él jura y perjura que es rigurosamente cierto, que allí estaba la diva con la mirada perdida y distante como una diosa. No sé. Tal vez. Pudiera ser pero yo tengo dudas. Sí, porque teniendo en cuenta que mi amigo es un poco tarambana y siempre ha sido dado a fantasear es la suya una historia, además de rocambolesca, cuando menos cuestionable.