David reinó cuarenta años. Moisés guio al pueblo de Israel durante cuarenta años por el desierto hasta la Tierra Prometida. Goliat desafió a los israelitas por espacio de cuarenta días. Cuarenta días y cuarenta noches duró el diluvio universal. Jesús fue presentado en el Templo a los cuarenta días de su nacimiento. Los que cometían un exceso y eran castigados no debían recibir "en ningún caso" más de cuarenta azotes, según el Antiguo Testamento. Pocos me parecen cuarenta azotes para los que, también en aquel tiempo, hubieran cometido atropellos sexuales contra los niños. El número cuarenta aparece en más de cien ocasiones en la Biblia y en momentos clave. Cuarenta es el número de veces que un desalmado, por decirlo de forma suave, abusó de su hijastra de 8 años. Una niña. Ni siquiera en la edad adolescente. Una niña. Tan sólo eso, a la que el energúmeno de turno robó su inocencia cuarenta veces durante dos años. Y se quedó tan oreado.

Para el juez parece ser un número insignificante, a lo mejor tuvo que haber llegado a cincuenta, como las sombras de Grey. Lo cierto es que el autor de los abusos, al confesarse autor de los mismos, ha conseguido de la benevolencia del juez, una rebaja en la que pudo haber sido su condena real. Seis años de cárcel por el "festín sexual". Una minucia para lo que el abuso prolongado merecía. La sentencia lo deja claro, el acusado se confesó autor de los abusos y se conformó con cumplir la pena pactada por el fiscal y la defensa que incluye diez años de libertad vigilada tras salir de prisión. Y sin más etiquetas. Sin algo que, a los ojos de la sociedad, lo retrate como lo que en realidad es.

¿Tan poco vale la inocencia de una niña? Cómo es posible que el fiscal se preste a rebajar la pena. La niña pierde y gana el energúmeno, como siempre. La maldad gana, pierde la inocencia. Y así que pasen cuarenta años, seguirá siendo desgraciadamente igual. Porque mientras los políticos, los que legislan, se pierden en batallas absurdas, en gilipolleces que, cuantas veces, no conducen a ninguna parte más que a su propio bienestar, la sociedad sigue soportando todas las lacras pasadas, presentes y futuras, sin que nada haya cambiado desde el principio de los tiempos. Mucho se habla de la violencia cometida contra las mujeres y cuan poco se pone el dedo en la llaga con respecto a la infancia. Una infancia sometida al yugo del pederasta de turno que casi siempre vive en su entorno cuando no en su propia casa.

Se silencian los hechos y no nos damos cuenta de la trascendencia. Pocas sentencias ven la luz. Eso no nos permite hacernos una idea clara del drama que viven tantos pequeños. Lo increíble es que algunas madres no se enteren de lo que le ocurre a sus pequeños, niños y niñas. Algunas pequeñas afectadas, incluso llegan a ver como natural el abuso. ¡Dios mío, dónde vamos a ir a parar! En este caso, ocurrido en Murcia, los hechos fueron descubiertos en 2015, gracias a un familiar de la pequeña que se había escondido detrás de la puerta del dormitorio de la niña, desde donde sorprendió al acusado abusando de ella. Alguien que debió estar más atento que los demás. Alguien que debió observar un comportamiento raro tanto en la pequeña como en el abusador. Alguien que puso límite a un calvario demasiado largo.