El mundo sugiere un porvenir algo inestable. Tanto que la peligrosa amistad entre Trump y Putin, asediada por la sospecha de alta traición que empezaba a planear sobre el presidente de Estados Unidos, ha quedado truncada de repente por un amago de tensión tras los bombardeos americanos contra fuerzas de Al Assad en Siria. En este caso aún es pronto para saber si es más peligrosa la amistad inicial que la enemistad postrera. Ambas resultan inquietantes.

La segunda mitad del Siglo XX supo sobrevivir a la Guerra Fría. La enemistad entre los líderes de las dos primeras potencias de entonces actuó en cierto modo de contrapeso para garantizar la seguridad después de dos conflictos bélicos mundiales. Para lo que el mundo no estaba preparado, sin embargo, era para una coyunda entre Putin y Trump. Del mismo modo que empieza a causar inquietud el pulso que en la actualidad libran por el apoyo ruso al dictador sirio y la sorprendente reacción americana de los misiles Tomahawk. En estos casos desconocemos hasta donde alcanza la escenificación del problema y cuál es su verdadera magnitud.

Estados Unidos no puede ni debe desdecirse del pasado reciente en su preocupación por las armas químicas. Pero está obligado a acertar después de haber errado y mentido en su búsqueda. Ya que a Rusia no le importan este tipo de cosas, y tampoco a China, alguien tiene que actuar contra quien las utiliza contra su pueblo. Trump no parecía el presidente más decidido a intervenir en este tipo de asuntos. Su propia situación contra las cuerdas, con la opinión pública y las investigaciones pendientes de sus amistades peligrosas en el Kremlin, es como si le hubiera empujado a hacer lo contrario de lo que predicaba. Por ese motivo, entre otros, su medida ha contado con apoyo. Pero la inestabilidad acojona.