Con esto de la polémica sobre si hay que perseguir a los tuiteros que se burlan de los muertos o no, me pasa como con casi todo: que no me creo una palabra de lo que cuentan. Que me parece estar oyendo una ristra de pretextos pero ni una sola razón.

A ver, en serio: ¿Permitimos todos los chistes? Yo soy de esa opinión, pero no estoy seguro de que la mayoría de los que lo piden sean partidarios de tanta libertad. Más que nada, porque jamás, en mi puñetera vida, vi que en España hubiese tantos partidarios de la libertad.

Tengo la impresión, y en este país de mierda es lo más común, que todo el mundo quiere que se proteja a los suyos pero se pueda atacar a los contrarios. Como siempre, como toda la vida. Como es norma en la patria de Caín.

¿Hacemos chistes de Carrero Blanco y cómo voló por los aires? Vale. Y también del maricón pierdepluma. Y del niño sin piernas, o del niño deficiente. Y del tartaja. Y de la gorda. Y del judío al que se le llama usurero por millonésima vez, y del negro al que se dibuja con labios Pirelli y cara de gilipollas, y del gitano ladrón, y del panchito al que el gitano llama Payo Pony, para más descojono.

Yo sí, yo apoyo eso: que sea el buen gusto (o malo) del público el que rechace al ilustrador o al humorista que no tenga gracia. Que se pueda ridiculizar al político, al dictador, a la mujer maltratada, al que voló por los aires y al que puso el culo o al que ardió en un horno crematorio. Todos, venga. Pero todos y sin límites.

A la mierda ya el delito de enaltecimiento. Al carajo el delito de apología. A tomar viento el delito de inducción al odio racial, o de género o de la madre que lo parió. ¿Nos atrevemos, o eso no?

Si la respuesta es que tampoco hay que pasarse, dejémonos de chorradas y reconozcamos que la libertad nos importa un pimiento: lo que nos importa es que no se ejerza contra nosotros. O que su cañón no apunte a donde no deba.

La libertad, entre nosotros, también es un arma y lo que importa es quién la empuña y a quién encañona.

Ya vale de hipocresías.