Vengo fijándome cómo mis alumnos de primero de Bachillerato no abandonan su zona de confort. Tratan de seguir una rutina que no suponga riesgos. Hacen aquello que controlan y se muestran pasivos ante cualquier reto que no sea transitar por un camino trillado.

Se trata de jóvenes de 16 ó 17 años, ofuscados con sus problemas de adolescencia más o menos tardía, en plena construcción de su identidad, en un entorno educativo y familiar muy cómodo. En su casa hacen tareas similares a las del día anterior, deberes que copian otra vez del empollón que ya los hizo y los puso en una foto en el grupo de Whatsapp de clase y asisten a la clase particular habitual con la misma desidia de ayer. Las otras tres horas disponibles serán quemadas en los altares de las redes sociales. Pocos se libran del estéril guion, apenas los aficionados al deporte o a la música.

No es fácil para las familias remover esa deriva en sus adolescentes, pueden verse ante un escenario mucho peor. La hija se puede sentir agredida o asaltada en su intimidad o el hijo decide retirarles la palabra porque está harto de que le hagan preguntas impertinentes. Padres y madres asustadas ante la reacción de aquellas personitas, temerosas de molestar a quienes más quieren en este mundo, no saben qué hacer. Pueden haber leído tratados de sicología al respecto y consultado los más sesudos foros de internet, dará igual, no hay remedio para lo que nos pasa. Si encima tienen una profesión del mundo educativo, como es mi caso, el asunto parece surrealista, porque tampoco tuve remedios para los enfados y rabietas de mis hijos. Tú sabrás, me decían amigos y parientes, pero no, no supe. Apenas he arriesgado alguna opinión sobre los jóvenes de otras familias, pero de los que se criaron en nuestra casa, pude hablar después de la tormenta, nunca antes de que se produjera. Aprendí que siempre debíamos tener paciencia. Mucha paciencia y estar, sí, eso, estar presente. Aunque los adolescentes os repudien y griten que les dejen en paz, nunca os necesitan tanto como en plena crisis. Cuando la marea baje que os vean. De otra forma no crecerían seguros. Además, puede que ya les apetezca deciros algo. Qué felicidad para los padres, conversar con un hijo adolescente.

En el instituto se pueden hacer más cosas para sacar a estos jóvenesde sus zonas de confort. La actividad académica se sigue desarrollando igual que hace cincuenta, cien o doscientos años. La comunicación sigue fluyendo casi unidireccionalmente, del profesor al alumno. Por aquí comienza la vida cómoda de nuestros niños en el colegio y de nuestros adolescentes en el instituto. Si la clase es el lugar y el tiempo en el que copian, escuchan y vuelven a copiar, estamos evitando que ellos se impliquen, poco a poco van retirándose mentalmente de lo que allí pasa, no les concierne. Lo digo después de tres décadas de docencia. Ha ocurrido siempre lo mismo, con adolescentes de los años noventa o con los de hoy mismo; si la clase se imparte al modo tradicional, pues el profesor sabe y enseña y los niños ignoran y aprenden, no habrá remedio para su pasividad. Jorge Wagensberg, científico y filósofo de la ciencia de Barcelona, afirma en su último libro: "Teoría de la creatividad", que resulta fundamental fomentar la conversación en la escuela. Así, al mismo tiempo, estaremos fomentando la creatividad. Es obligado implicar a todos en el aula. Cada niña tiene una historia que contar, un relato que dar a conocer. Sus compañeros escucharán y después contarán el suyo. Tenemos que intentarlo. Deben fluir ideas, sólo así sacaremos a niños y niñas de esa "incubadora" de mediocridad, en ella todo está controlado, nada perturba su espíritu ni su cuerpo. Así, podemos tener alumnos muy competitivos, entrenados para la reproducción memorística, pero incapaces de ser críticos y creativos. No serán buenos científicos, tampoco llegarán a ser artistas, les habrá faltado la levadura que hace fermentar la creación: el arte de conversar.

Nuestra es la responsabilidad, como padres y madres, como docentes, de encender el deseo en nuestros hogares, en nuestras clases, para que nuestros hijos y alumnos abandonen su poltrona, su vida fácil. Ya no vale la autoridad simbólica del maestro o de los padres, estamos en otro tiempo. Tenemos que conseguir que crezca el entusiasmo, el amor por el saber,cómo el más seguro camino de realización personal.

Massimo Recalcati, ensayista italiano, termina su bellísimo libro "La hora de clase" con estas palabras: "Hoy el peligro no reside ya en concebir la educación como el molde autoritario de la tradición, sino en asimilarla a la exaltación del principio de rendimiento que transforma la vida en una perpetua competición".