El texto del evangelio de Juan del ciego de nacimiento es bien conocido. Se trata de un verdadero "drama teológico", simbólico, de una gran belleza literaria. No es una crónica cuasi periodística de un hecho histórico. Diríamos que el evangelista escribe con un alto nivel de sofisticación, de recurso al símbolo y a la insinuación indirecta. Pero estas características literarias no son obstáculo para ir más allá del mero análisis gramatical e ir al fondo del mensaje. Ya dice el refrán que no hay peor ciego que el que no quiere ver. De esto se trata.

El ciego se convierte en el centro. Todos se preguntan cómo es posible que un ciego de nacimiento sea ahora capaz de ver. Sospechan que algo grande ha sucedido, preguntan por el que ha hecho ver al ciego, pero no llegan a creer que Jesús sea la causa de la luz de los ojos del ciego. Un simple hombre como Jesús no les parece capaz de obrar tales maravillas. Menos aún habiéndolas obrado en sábado, día sagrado de descanso que los fariseos guardaban de manera escrupulosa. Y todavía menos siendo el ciego un pobretón que pedía limosna al pie de una de las puertas de la ciudad. Todos interrogan al pobre ciego que ahora ve: los vecinos, los fariseos, los jefes del templo. Jesús se hace encontradizo con él, solidariamente, al enterarse de que lo han expulsado de la sinagoga. Y en este nuevo encuentro con Jesús el ciego llega a "ver plenamente", a "ver" no sólo la luz, sino la "gloria" de Dios, reconociendo en él al enviado definitivo de Dios, el Hijo del hombre escatológico, el Señor digno de ser adorado.

Al final del texto las palabras que Juan pone en labios de Jesús hacen explotar el mensaje teológico del drama: Jesús es un juicio, es el juicio del mundo, que viene a poner al mundo patas arriba: los que veían no ven, y los que no veían consiguen ver. ¿Y qué es lo que hay que ver? A Jesús. Él es la luz que ilumina.

En el mundo de hoy hay gente que se empeña en no querer ver la verdad, ya sea porque le da miedo, porque no le gusta o porque simplemente está mejor creyendo sus propias mentiras. Esto ocurre en todos los campos. Y en el terreno de la fe la lucidez es fundamental para discernir, para tomar decisiones, para ser críticos, para evitar los fanatismos, para caminar hacia la Pascua. Muchas veces nos empeñamos en contentarnos con la monotonía de la vida dejando pasar esos acontecimientos que nos pueden ayudar a descubrir la luz y la verdad del Evangelio que plenifique nuestras vidas.

El cristiano no puede estar ni vivir ciego conformándose con cualquier cosa. Y tú, ¿cómo te ves a ti mismo?