El paisaje helado de los inviernos castellanos resulta desolador, pero tiene un punto de belleza indefinible que se relaciona con el nacer y el morir. Las casas cerradas y la soledad de los pueblos zamoranos contribuyen a silenciar las vidas calladas de los agricultores que se afanan para que la vida rural no desaparezca, y siguen labrando sus tierras con el mismo esmero de siempre.

Durante los meses invernales el campo amanece con una fina capa de escarcha que uniformiza las tierras y viste las casas, prueba de un tiempo riguroso, duro e inclemente que se ceba en esta región y en estos pequeños pueblos de Zamora poco preparados para afrontar las adversidades de una climatología adversa.

Sin embargo el invierno pasa, y en la primavera surge como un milagro la exuberancia en el paisaje castellano, emergen las espigas de trigo o cebada que, melosas, se mecen a un lado y a otro suavemente con la brisa. Todo el campo resucita tras una hibernación prolongada; los altos maizales forman un intrincado laberinto verde por donde resulta atractivo perderse o encontrar un camino entre los tallos; las cepas engalanan sus troncos retorcidos y secos con hojas entre las que se ocultan los racimos de uva que serán la materia prima para obtener los buenos vinos que han hecho famosas estas tierras; el campo, en fin, hasta en las zonas más yermas, se engalana con la primavera.

Castilla renace y los páramos se adornan durante un tiempo hasta que de nuevo con el fin del estío, vuelvan a perder la compostura y se redescubra su dolorosa parquedad: afloran cardos secos, el suelo una vez segado el cereal se queda semidesnudo, cubierto por un ligero manto de pajas residuales de la cosecha, se agosta el escaso verdor que ponía un punto de vida?.termina el verano y con él se cierra el ciclo de esa belleza perentoria que dará lugar a un otoño seco, de aires silbantes, preludio de otro duro invierno.

María Soledad Martín Turiño