La sanidad de Castilla y León anda revuelta últimamente y eso que sale bien parada en los informes y balances nacionales conocidos y la opinión de los usuarios, en términos generales, es más que aceptable. La paradoja puede radicar entonces en que las protestas, algunas tan sonadas como las de Ponferrada, Salamanca, Benavente o Burgos, no se dirigen precisamente hacia los profesionales del sector, sino hacia una forma de gestionar por parte de la Gerencia Regional que deja mucho que desear, al menos en el plano de las sensibilidades personales y el aconsejable diálogo. No hace falta tampoco ser un lince para saber lo fácil que puede resultar alentar las quejas en una materia como la que nos ocupa. Porque sabido es que con las cosas de la salud y el bolsillo no es, que digamos, muy complicado soliviantar desde posiciones políticas los ánimos de la gente y azuzar los vientos huracanados.

Pero, al margen de esas cuestiones más o menos apreciables, lo cierto es que para cualquier gobierno lo peor a lo que se puede enfrentar es al continuo desaire público de sus administrados por una mala gestión sanitaria. No se trata tanto de un cierre temporal de una planta u otra, o de la demora inasumible para una intervención quirúrgica de relevancia -circunstancias que seguro nadie desea y que, por desgracia, siempre han ido y venido como el Guadiana-, sino, más bien, de una cuestión de pura organización sanitaria y del equitativo reparto de los recursos públicos. No parece que las unidades de gestión promovidas por la Consejería hayan arreglado la situación, ni que el sistema haya mejorado la atención que se presta en el medio rural, donde curiosamente menos protestas hay y, en cambio, donde el desaguisado es creciente.

En fin, yo que los responsables de la Consejería me lo haría mirar.