Ya pasaron los oscuros tiempos de los "camisas negras" del fascio italiano o de la cheka stalinista: sanguinarias organizaciones cuya labor era asesinar, torturar, coaccionar y amenazar. Si hoy existieran serían trolls hiperactivos en Twitter y en Facebook, pero con pistola y licencia para matar.

Por eso, porque ya pasó su tiempo, supongo que resulta tan absurdo tachar de fascistas o de nazis a los partidos de centro-izquierda y centro-derecha como suponer a un diputado de extrema izquierda tramando en su escaño del Congreso espantosas purgas en masa o maquinando la deportación de presos políticos a terribles gulags. Pero, al calor de la aparente metamorfosis social, ciertos calificativos rancios y malsonantes han sido recauchutados y empujados a escena con ridícula alevosía. Según las delirantes conclusiones de algunos telepredicadores, el setenta por ciento de la población somos poco menos que fascistas, nazis e incluso, por qué no, ya puestos, las dos cosas. Demencial. Quizá el uso en boga de términos tan sonoros (y aberrantes, por distorsión histórica) se deba a un problema de base: disimular la ausencia galopante de ideas nuevas; es decir, sin hedor a naftalina.

Habitamos un mundo globalizado, tendente a polarizarse políticamente por el hastío y la desesperación de los ciudadanos: véase la creciente presencia mediática del partidos eurófobos en países bastiones de la UE. Ahora más que nunca los proyectos políticos necesitan una sólida base intelectual. Ideas practicables, serenas, vertebradas sobre un tablero de ajedrez daliniano, complejo, que no convence a nadie, pero al que no se puede dar jamás la espalda (si queremos huir de idealismos utópicos) por instinto de supervivencia.

La intelectualidad y el progreso nacen en el seno de la libertad de pensamiento, cuyo cauce natural de expansión es la libertad de expresión. Sin embargo, el pilar maestro, la piedra angular de los regímenes totalitarios, bien localizados a los extremos del abanico político en los años treinta, descansaban precisamente en todo lo contrario: el asfixiante y férreo orden impuesto por un ente abstracto llamado, por ejemplo, Estado, siempre en poder absoluto e indiscutible de la razón. De tal forma, cualquier movimiento dictatorial y represivo, aunque sea diez veces descafeinado, es impracticable bajo el amparo de las democracias modernas.

La gran mayoría de quienes crecimos entre los tibios pañales de una democracia recién estrenada y, además, hemos invertido parte de nuestro tiempo en intentar comprender la deriva socio-política en el siglo XXI no aceptamos los fanatismos. Los conceptos "revolución" y "progreso" se han prostituido hasta la saciedad y parecen sonar dulces, amistosos y sinceros sólo en boca de los que, tristemente, más los castigan y los desvirtúan. Los idearios destinados a sobrevivir chocarán de lleno con las torpes, pedantes y pueriles propagandas que recuerdan al miedo y a la violencia venciendo al consenso y a la paz.

El insulto, la descalificación y la amenaza sólo generan crispación y sitúan en grave duda la credibilidad del profeta de turno. Quien se sirve de tales indeseables escaramuzas, existiendo libertad para asfaltar a conciencia el camino al futuro, no tiene ni tendrá jamas algo digno, constructivo y revolucionario que aportar a un escenario atomizado, donde no cabe otro remedio que practicar la moderación, el debate, el respeto y la diplomacia. Aunque, a veces, tengamos que mordernos la lengua hasta sangrar.

Me tropiezo con una animada y ruidosa manifestación callejera de bravos cachorros, bien destetados, gritando al enemigo virtual de turno: ¡fachas, nazis, fascistas! Cuando les pregunté si sabían qué estaban diciendo, me confesaron, sonriendo, no tener ni la más remota idea. "La cosa es vocear, hombre. Que nos oigan", me contestó, ruborizado, uno de ellos. Por su bigotillo incipiente, calculé que contaba veinte primaveras. Algo no encaja.

Javier Hidalgo Ramos